PRÓXIMA FUNCIÓN

¡Cruce en Cuarentena!


Por razones de conocimiento público, la escuela a la que íbamos a asistir ha cerrado sus puertas.

Por lo tanto la función queda suspendida... así que quédense en sus casas, abríguense, y tengan miedo a la gripe A, que es lo que está de moda.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Sutil

de Fernando Lozano

A las tres semanas arribo. Toco a la puerta tres veces, como siempre. Sin esperar respuesta entro. Me sitúo a centímetros de la orilla del escritorio; me dice: ¿Sufrió la perra, no? Bien hecho, bien hecho. Ahora te tengo otro encargo: esta se llama Claudia Fernández. Es de Caballito. Tomá el teléfono. Lo de siempre, nada en especial... a todo esto, ¿querés un café? Disculpá que no te ofrecí. Con un gesto niego su invitación. Hoy lleva una combinación sutil: tonalidades del azul. Demasiada clase. El pelo luminosamente perfecto acompaña, como siempre, la exquisitez de su vestir. Me quedo mirando hacia el vacío, a la nada que separa este décimo tercer piso con el río. Me dirige nuevamente la palabra: tomá, lo que pactamos... ¿no habrás aumentado, no? Bueno, podés irte. Cualquier otro trabajo me contacto. Deja el sobre arriba del mueble, me acerco, prosigue: esperá, ¿no querés probarme hoy? A ver, desnudate. Mientras enuncia pasa su palma derecha por su torso, sus piernas y la termina reposando en su entrepierna. Miro mi reloj pulsera, bajo la cabeza y le comento que hoy no, que no tengo tiempo. Nos reímos. Acto seguido verifico que mi pelo en forma de cola de caballo esté bien amarrado y tomo el paquete. Me retiro.

El encuentro con Fernández no careció de los síntomas usuales: mientras ella gritaba, yo más le apretaba el cuello; mientras ella pataleaba, yo más le pegaba en las costillas; mientras ella lloraba, yo sonreía; mientras ella moría, yo vivía.

A las dos semanas arribo. Toco a la puerta tres veces, como siempre. Sin esperar respuesta entro. Me sitúo a centímetros de la orilla del escritorio; me dice: ¿Chilló la puta, no? Bien hecho, bien hecho. Ahora te tengo otro trabajo: esta se llama Teresa Giardinni. Es de Flores. Tomá el teléfono. Lo de siempre, nada en especial... disculpá, ¿querés un café? Me olvidé de ofrecerte. Realizo un vaivén con la cabeza, niego su invitación. Hoy viste una combinación señorial: tonalidades del marrón. Demasiada clase. Los labios, finos y cuidados, escoltan, como siempre, la excelencia de su vestir. Me quedo mirando hacia el vacío, calculo mentalmente la distancia desde este piso decimotercero hasta la rompiente del río. Me habla nuevamente: tomá, lo que pactamos... ¿no aumentaste, no? Bueno, podés irte. Cualquier otra cosa, te llamo. Deja el sobre encima del mueble, me acerco, prosigue: esperá, ¿no querés probarme hoy? A ver, desnudate. Mientras dicta pasa de forma sutil su dedo índice izquierdo por los contornos de su torso, estacionándolo finalmente en su cintura, apretando fuertemente la zona. Miro mi reloj pulsera, bajo la cabeza y le digo que hoy no, que no tengo tiempo. Nos reímos. Acto seguido verifico que mi pelo en forma de cola de caballo esté bien amarrado y tomo el paquete. Me retiro.

El encuentro con Giardinni no careció de los síntomas usuales: mientras ella trastabillaba, yo más la empujaba; mientras ella se caía al piso, yo tomaba más fuerzas; mientras ella lloraba, yo sonreía; mientras ella moría, yo vivía.

A la semana arribo. Toco a la puerta tres veces, como siempre. Sin esperar respuesta entro. Me sitúo a centímetros de la orilla del escritorio; me dice: ¿Gritó la yegua, no? Bien hecho, bien hecho. Ahora te tengo otra tarea: esta se llama Mariana Salsi. Es de Floresta. Tomá el teléfono. Lo de siempre, nada en especial... mirá, ¿querés un café? Se me pasó la invitación. Niego su ofrecimiento con un movimiento de cabeza. Hoy su ropa combina maravillosamente: tonalidades de grises. Demasiada clase. Los dientes, perfectamente pulcros, custodian, como siempre, la gallardía de su vestir. Me quedo mirando hacia el vacío, intento dibujar mentalmente una línea diagonal perfecta desde mi espacio hasta el comienzo del muelle. Me dice mientras tanto: tomá, lo que pactamos... ¿no habrás encarecido, no? Bueno, podés irte. Cualquier otra labor me comunico. Deja el sobre sobre del mueble, me acerco, prosigue: esperá, ¿no querés probarme hoy? A ver, desnudate. Mientras habla se me acerca, posando sus ojos directamente en los míos. Miro el reloj, me acerco y le toco de manera sutil sus bigotes, tan bien moldeados. Lo beso. Mientras me quito la ropa, cierra las persianas de la oficina. Toca mis muslos, toco sus partes. Me dice: apoyate contra la biblioteca, queridita. Realizo el movimiento y mientras baja sus pantalones le propino una patada en los genitales que no llega a arrancarle un gemido, ya que le tapo la boca rápidamente con una prenda cercana. Velozmente tomo mi arma, silenciador incluido, y le propino tres balazos, uno por cada pierna y el último en la frente. Me dijo queridita. Acto seguido verifico que mi pelo en forma de cola de caballo esté bien amarrado y tomo el paquete. Me retiro.

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