PRÓXIMA FUNCIÓN

¡Cruce en Cuarentena!


Por razones de conocimiento público, la escuela a la que íbamos a asistir ha cerrado sus puertas.

Por lo tanto la función queda suspendida... así que quédense en sus casas, abríguense, y tengan miedo a la gripe A, que es lo que está de moda.

viernes, 1 de febrero de 2008

Noche de sol...

Nicolás Raúl Correa

Él, seguía contando con su cabeza casi pegada al suelo mientras el hedor de los cadáveres se esparcía alrededor del salón principal. Las paredes pintadas de un color grisáceo que a decir verdad, no estaban pintadas sino desteñidas por el tiempo, amedrentaban más la imagen que los embargaba. Podía verse con un esfuerzo muy simple como sus deditos se movían hacia abajo en el conteo numérico, de una forma desesperada. “Cantidades” pensaba, “Cantidades”. Mañanas, tardes y noches lo embriagaban en un cuartel separado del mundo, batallando con furia. Él era un hombre simple, un soldado cotidiano. Bien pegado al suelo. Le gustaba esa tarea. Cuando la mujer llegaba del trabajo lo encontraba así, tirado, con sus “Cantidades”. Al llegar a una cifra determinada, un gesto de alegría se dibujaba en su cara y la mujer que lo miraba detenida era contagiada por la sensación repentina que a él lo golpeaba. Ambos se iban mimetizando en esas sonrisas. La mujer se alejaba un poco como queriendo separarse de esa batalla, como si dijera con el gesto “En esta no te sigo”. Él, permanecía inmutable rematando a sus adversarios, si es que alguno quedaba en pie para luego, registrarlo en su cuaderno de caídos, de tapas blancas, orlado con unas letras doradas. El hombre llevaba la cuenta exacta de los enemigos, pero solo de los que estaban muertos, ya que no tomaba rehenes ni mucho menos. Los aniquilaba.

La cosa continuaba cada día, se renovaba momento a momento. El enemigo era inabarcable e incansable en su constante tarea. “Ataca por todos lados” le explicaba él a ella mientras la miraba desde abajo pronunciando las palabras en un tono muy suave pero no menos rabioso. A veces, cuando más victorioso se sentía, era capaz de amontonar las extremidades de sus enemigos en clases diversas. Eso sucedía, cuando arrasaba y en pie no quedaban más que cuerpos desmembrados. Y esa si que era una tarea engorrosa, levantar los fragmentos de los cuerpos inertes que se regaban por doquier. Si pasaba eso, ella al entrar veía un espeso liquido blanco que se desparramaba por el suelo y a él, cubierto de este liquido. Una capa de humo se levantaba en el comedor y nublaba la vista. Ella preguntaba por qué pasaba esto y él contestaba que eran las almas muertas recientemente del enemigo. A la mujer no le parecía agradable la idea y comenzaba rápidamente a rociar con aromas en aerosol, previamente se persignaba y luego rezaba algunos padrenuestros en voz alta. Se movía rápido para que el olor hediondo no se le pegara al cuerpo. En esos momentos veía al hombre completamente ensoñado en su tarea, con las finas y saladas gotas de sudor que le chorreaban y no entendía como las paredes podían seguir así, manchadas de humedad.

Al principio, dicha conducta le produjo cierta asquerosidad pero con el tiempo, fue acostumbrándose, mientras tanto la humedad oscurecía las paredes con un color gris tempestuoso. Algunas manchas predominaban con fuerza superponiéndose un color más negruzco que el gris habitual y eso a ella le parecía tan cansador como lo era para él la batalla. Muchas veces lo encontraba dormido entre los caídos y el hedor nauseabundo que los envolvía terminaba mareándola. No se agotaba de todo aquello y nadie sabía por qué. Tampoco había una explicación lógica. Cuando comenzó toda aquella lucha, ella vio un destello que en el rostro de él brillaba, lentamente. El brillo de sus ojos no era el mismo sino que ahora lo que fulguraba era otro tipo de luz, con colores más mortecinos y que parecían transmitir algún mal. Primero, fueron unos alpargatazos bien dados en la pieza donde dormían y luego, las rondas nocturnas en el comedor, que era donde se concentraba el enemigo, hasta que finalmente, la completa sumisión a la causa. Día y noche expectante, entre la mesa y las sillas y la heladera. Aguardando el cuchicheo del enemigo en el cercano horizonte.

Llegaba del trabajo, exhausta, pero un cerco de distintos aromas golpeaba su percepción: El olor de los cuerpos pútridos que añejaban, porque no eran eliminados de lo que se asemejaba a un campo de batalla, el olor que procedía de la humanidad del hombre y finalmente, podía distinguir la fragancia que ellos mismos producían en una comunión horrenda. Dicho perfume se impregnaba en todas las cosa que habitaban el lugar y era imposible quitarles tal pestilencia. La mujer solía tropezar con los cuerpos y en ese instante era devuelta a la realidad. Él la miraba con un gesto de desaprobación y enojo pero ella seguía de largo, rumbo a la cocina. Muchas veces intentaba reanimarlo a que deje aquel juego inútil, pero nada conseguía de ello.

  • ¿Por qué no salís a tomar un poquito de aire hoy? Te va a hacer bien, hay muy lindo sol y todavía falta para que oscurezca. En eso, coincido con la tele, que hayan adelantado la hora nos deja un poco más de sol aunque sea una simple excusa para...
  • ¡Cinco mil doscientos setenta y ocho! Hoy las “Cantidades” han sido mucho mayores que ayer. Día a día son más los enemigos.
  • Porque el sol da vida querido y a parte, te va a dar un poco de color en esa cara...
  • Tengo que hacer un pozo para meter los cuerpos...

Las facciones le habían cambiado completamente de un día para otro. Su pelo ahora poseía una rigidez admirable y su cara estaba ensombrecida, aunque en ciertos claros de su cuerpo, se notaba lo blanco de la piel. Cuando la mujer cocinaba, debido al hedor y el ámbito de muerte que diezmaba gran parte de la casa, debía comer en la pieza, que era uno de los lugares menos infectos. Sentada en la cama, comía sin apuros ni atropellos mientras contemplaba los colores del jarrón que estaba sobre la mesita de luz. Un jarrón ribeteado con colores rojizos, que dejaba ver la superficie labrada con unas pequeñas iniciales, en medio del mismo. Su madre lo había obsequiado el día de casamiento y desde entonces, había permanecido en el mismo lugar. Una patina de polvo distinguió, en la lejanía. No tenía flores hacía un tiempo, y esto le produjo una sensación helada que transitó por su espalada. La reliquia, recibía la luz que llegaba desde una lámpara de la calle y atravesaba la ventana. La sombra que formaba el jarrón, de pronto, la sorprendió, se dio cuenta que no era más que una figura, pero una efigie monstruosa que tomaba la forma de una araña. Algo de miedo se apoderó de ella aunque luego deshizo la imagen con otras alucinaciones que decidió forjar y quiso ver un conejo o una paloma o un niño jugando en las costas de una playa de aguas claras.

Dormida olvidó acabar su plato.

Los fideos quedaron por la mitad. La salsa estaba fría y cuando los tocó, palpó la dureza de las pastas que se le pegaban. La luz estaba prendida y en la casa no había ruidos. La puerta seguía cerrada y al parecer todo seguía el curso habitual y acostumbrado. “No todas las mujeres deben pasar por esto, pero me he acostumbrado tan rápido”. Sin embargo, el silencio de la casa era un poco extraño. Como un grito que se hace esperar o la bestia que escondida aguarda, expectante y nosotros sabedores de esa espera, sabemos hacia donde vamos. La casa silenciosa

no decía nada

ni rugía como de costumbre

ni hablaba suspirando con los golpes

alocados de los alpargatazos o martillazos...

Un tic tac tic tac tic tac se alcanzaba a escuchar en la lejanía de los rumores. Tejiéndose en las maderas que crujían o las ollas que aún zumbaban, podía oírse el sonido del reloj. Decidió moverse y fue tímidamente avanzando hacia el comedor y cuando abrió la puerta pudo ver que el hombre yacía arrodillado en el piso, como de costumbre, moviendo los dedos ligeramente (y eso lo supuso pues desde su posición no podía verlo) como si estuviese calculando. Él notó su presencia porque de golpe, detuvo el movimiento.

  • ¡Seis mil seiscientos veintitrés!

Gritó enfurecido. Cuando se dio vuelta la mujer asustada echó un aullido, ya que el rostro del hombre estaba muy perturbado. Los ojos desorbitados y las manos temblorosas. Ella pensó en un instante que quizá se estaría transformando en algún insecto, como el de esa historia famosa, pero se alejó de esa idea, al ver que él volvió a girar su rostro para seguir en la extraña postura.

  • “¡Cantidades!” ¡“¡Cantidades!” “¡Cantidades!”

Gritaba más enfurecido mientras escudriñaba un cuerpecito que parecía deshacerse entre sus manos. Lo examinaba con atención y cuando la mujer se acercó pudo ver como los dedos se impregnaban de ese liquido blanco de color espeso. El enemigo estaba en su poder y a simple vista, dominado. Los montículos extendidos a lo largo del comedor daban una imagen temible a la situación. En algunos sitios se podía vislumbrar los exabruptos del suelo y eran aquellos lugares donde había hecho los pozos, para enterrar los cadáveres.

La mujer volvió a la cama y no volvió a escuchar ruidos.

Dos días después casi era imposible entrar a la casa. Los montículos eran grandes montaña. El color negro del enemigo había transformado el ambiente en un sepulcro. Las fragancias se habían vuelto insoportables hasta quemar cuando entraban por las fosas nasales. El color de las paredes se había vuelto negro. La mesa ya no estaba ni ningún otro objeto que entorpeciera el despliegue del hombre, en cada ataque, y esto asustó a la mujer que creyó conveniente hacer algo al respecto ya que en unos días más, de seguir así la cuestión, se quedarían sin casa. Los cuerpos parecían flotar en el aire y ningún viento corría en el yermo del comedor. En eso escuchó una cifra descomunal de la boca del hombre, ¡los enemigos muertos ascendían a dieciocho mil novecientos treinta y dos! El hombre saltaba alocadamente y canturreaba una cancioncilla, muy bajito. Comenzó a hacer un pozo y aunque ya no quedaba mucho espacio para hacer más pozos, y él lo notó, utilizó el inodoro para deshacerse de los enemigos. Él entendió que cuando este quedase tapado, no quedaría más opción, que utilizar el espacio terrestre del baño, que prontamente se acabaría, también. La mujer, en los momentos que necesitaba hacer sus necesidades, utilizaba una olla vieja y oxidada, que había sido de su abuela paterna. La olla de los fideos. Estaba un poco confundida al tener que usar esta nueva forma de baño, pero seguro se acostumbraría como se había acostumbrado al hombre, al trabajo y a que el sol ilumine hasta casi las diez de la noche.

Mientras se estaba desvistiendo, al quitar su blusa pudo distinguir que su cuerpo se encontraba pálido. Era blanca como la leche, de un color blanco muy profundo, casi del color de la nieve. Sus pechos apenas rozados se erizaron y intimidada se los tapo con las manos como si alguien la estuviera viendo. Al fin y al cabo, tenía sólo unos treinta y tres años. Al sacarse la pollera contempló sus piernas firmes, también blancas como la nieve. La delgadez de sus manos y sus brazos se había acrecentado con el tiempo y sintió pena, aunque estaba bien. Todo estaba bien, muy bien. El silencio de la casa se interrumpía por algunos golpes secos “Esta rematando” pensó. Sentía hambre. Recostó su cabeza en la cama, desnuda, recogida en su propio lomo, esperando que el tibio sol de la noche se fuera yendo. Por la ventana, comenzaba a entrar la luz de la lámpara de la calle, que iluminaba el jarrón. Allí vio la sombra y volvió a asustarse como una niña. La piel se le erizó, el cuello se tensionó como si algo estuviera tomándola, en la espalda los músculos erectos marcaban el camino de su cuerpo joven. Luego imaginó figuras distintas y logró serenidad. Cuando los ojos caían vencidos por el sueño, un nuevo golpe cortaba aquel estado y recordaba que él, debería estar rematando.

El sol estaba muriéndose esa noche y ella sobresaltada despertó. Escuchó algunos chillidos y un zumbido profundo. Su almohada temblaba y creyó estar soñando. Levantó la cabeza y escuchó nuevamente los chillidos in crescendo. Cuando corrió a abrir la puerta del cuarto, enmudeció por completo. Lo que estaba observando no podía ser transmitido por la voz ni ningún otro medio, sintió terror pero no podía moverse. Las piernas desnudas se le congelaron y el cuerpo entero era producto de una electricidad descontrolada. El hombre estaba en medio del comedor, parado, con un martillo en una mano y en la otra, una zapatilla vieja, que era con la que acostumbraba a matar a los enemigos. Sus ropas estaban rasgadas y envejecidas y su pelo poseía restos de cuerpos, por todas partes. El olor del lugar le ató la garganta a la mujer, que luego comenzó a vomitar y a retorcerse. Cayó arrodillada pero él, estaba inmutable ante tamaña mole. El enemigo era, verdaderamente, inimaginable. Sus chillidos ensordecían el universo del hombre y la mujer, que ahora lloraba y era incapaz de moverse. Las montañas comenzaron a caerse y una de estas la cubrió por completo a la mujer. Los gritos se escucharon un rato pero su desnudez quedó enterrada entre los cuerpos descompuestos. El temblor convergía en la misma línea de los gritos horrísonos, y el lugar era un infierno. Las paredes ahora, del color más negro, profundo, el color del enemigo infatigable y eterno. Cuando iniciaron la marcha, el hombre dio unos pasos hacia atrás pero no iba a retroceder mucho más. La pala cayó, entonces él, soltó la zapatilla y tomó esta herramienta, ya que la situación lo ameritaba. Nunca el enemigo había presentado semejante alineación y un ejercito tan variado. Tenían soldados aéreos y terrestres. Vio como se desplegaban por el comedor, que a esa altura era una ciénaga horrenda, un campo de la muerte. Debajo, el suelo comenzó a convulsionarse en un estremecimiento que alteró al hombre. El agua brotó de entre sus pies, pero no era agua común, sino agua de dos tintes; uno negro y otro blancuzco y espumoso. Traía a flote los cuerpos que él había eliminado, y entre sus dedos vio como las extremidades flotaban y se pegaban a su carne. El piso se levantó finalmente, y el hombre cayó, en medio del agua y los cadáveres que pululaban, ahora el enemigo se levantaba también desde el reino marítimo. Él intenta recomponerse pero resbaló, dando un par de veces en el agua. Perdió el martillo y la pala que parecen sumergidos en el agua. El espacio que le quedaba era cada vez menor. Avanzaban hacia él, que era el único culpable de todo aquello. Al dar su espalda contra la pared, sintió como esta crujía, se movió unos pasos y casi frente a frente comenzó a lanzar sus brazos al aire intentando quitarse de encima al enemigo, pero era imposible. Primero flaquearon sus piernas que prontamente empezaron a flaquear y pudo divisar el mar negro que lo esperaba. Al caer de rodillas, tomaron sus brazos y continuaron diezmándolo y entendió que querían apoderarse de él, tenerlo en cautiverio. Idea que desecho cuando sintió un dolor agudo, como millones de agujas clavadas en su cabeza. La sangre bañaba el rostro y ya no movía los brazos. El dolor se extendió hacia el resto del cuerpo que también supuraba por todas partes. Al cabo de unos instantes, había desaparecido. El único registro de su existencia era la mismísima sangre, que se fue diluyendo en el agua corrompida, hasta perderse en la inmensa y extenuante oscuridad.

Ella despertó con los débiles rayos de luz mortecina que producían algo de calor. Su desnudez estaba manchada y vio los cadáveres que se mezclaban con sus crines. El agua brotaba en pequeños hilos desde el suelo y las paredes estaban completamente corroídas aunque un poco de claridad las alcanzaba. Una sensación que no sabía describir la alcanzó.

Él no estaba y pensó que ya se acostumbraría a eso, como se había acostumbrado al resto de las cosas.

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