PRÓXIMA FUNCIÓN

¡Cruce en Cuarentena!


Por razones de conocimiento público, la escuela a la que íbamos a asistir ha cerrado sus puertas.

Por lo tanto la función queda suspendida... así que quédense en sus casas, abríguense, y tengan miedo a la gripe A, que es lo que está de moda.

miércoles, 26 de marzo de 2008

¡Pobre cocinero!

de Nicolás Raúl Correa


El lugar esta a oscuras. La gente conversa sin mucha atención. Unos con otros. Los abrigos se sueltan de las sillas y se tiran en el piso, como las palabras. El suelo encerado los recibe, poco luminoso. Los mozos corren de aquí para allá levantando la voz con los pedidos que corren. El cocinero comprometido con el asunto, tira la cuchilla a toda marcha impactando contra la puerta de entrada a la cocina. La traspasa y el filo, inocentemente, puede vislumbrarse del otro lado....

  • ¿Qué hace el cocinero?
  • Esta Loco, completamente Loco....
  • ¡Ese tipo es un chiflado!

Todos murmuran equivocándose. El cocinero apuntó fallando el tiro. También el mastodonte está en la cocina, acecha. Él no se queda atrás, porque no le teme como el resto que se atemoriza hasta con solo nombrarlo. El dueño dice que un día va a ver una catástrofe. Monstruosa. Una catástrofe de la San Puta, ¡Que ni te cuento!. La concurrencia prosigue en sus conversaciones. Los mozos gritan para no chocarse entre ellos o con las mesas o con la gente misma que a veces se levanta y ¡Oh sorpresa!, se los llevan puestos. El tema de los obstáculos es de gran importancia porque las mesas suelen salir al paso y con sus patas hacer que los hombres tropiecen, sin más, tocando el suelo con sus peras. Las mesas son terribles, tienen una forma concreta de pararse y tomar preponderancia sobre el resto de los concurrentes.

Sinceramente terribles.

Por el vidrio de la puerta que da al lugar donde los manjares se elaboran, puede verse a simple vista un hombre que lidia con algo. Pasa corriendo, pasa acechando, pasa con objeto en la mano....

Las conversaciones entretienen el ambiente que por lo oscuro se cierra en sí mismo. El exterior, la calle es ahí dentro. Cuando todo se apaga más, el último que se va es el cocinero, porque no entiende nada, porque habla rápido (cuando lo hace) porque es demasiado soberbio. Los clientes llegan y piden. Llegan y comen. Llegan y pagan. Luego salen rechonchitos por la puerta, a la Ciudad, a Rivadavia y Larrea. El hombre hace todo velozmente entre papelitos que le caen de diversas direcciones, sólo los lee e interpreta lo mejor que puede las demandas. Huevos fritos con papás, Milanesa con puré, arroz con pollo, ñoquis, guisito de mondongo, y la variedad más resuelta en las preparaciones mefistofélicas. Marchan los platos con sus aromas tan personales, arrastrando las manos del cocinero por donde quieran que vayan. No faltan nunca los pedidos cruzados de pescados, su especialidad, que suelen complicarlo con la entrega a tiempo y hacen que se retrase unos minutos. El dueño dice que un día la catástrofe iluminará el restaurante.

Siempre es el último en salir.

Sus compañeros le dirigen casi nada la palabra. Se rehúsan a aceptarlo como parte del cuerpo que compone la esencia del servicio. Él no les da importancia y solo, puede con todo. Se abraza con su sombra que es y no es cuando esta perdida en el vaho del vapor que emanan las ollas. Suele hablar a solas en los momentos de concentración cuando evoca sus pócimas increíbles. Es ciertisimo. Su arte culinario mantiene al cliente contento. Salvo una vez, memorable vez la noche en que al gordo Cachete casi le ensarta la cuchilla en la cabeza. El tema vino porque se olvidó de no ponerle sal a las papas, sí, simplemente por un tema de salario. El gordo personalmente le dijo:

  • Maestro, las papas son una porquería. ¡Yo le dije al mozo sin sal!
  • ¿Sal?
  • Si maestro, a mi no me cabe la sal, ni un poco.
  • ¿Sal?

- ¡Sí jefe!, deme papas sin sal- Entendible, fue eso lo único que se oyó. El hombrecito le tiró a Cachete la sal en los ojos y lo agarró del cuello metiendolo dentro de la cocina. El gordito empezó a gritar por el ardor, el cocinero lo cazó del pelo y con la cuchilla en la mano estaba por bajarle la caña pero el dueño se le tiró encima y lo sacaron.

“Felino maldito”, se escuchó mientras se alejaba.

Fue directo a la calle pero a la semana lo vuelven a buscar porque así lo querían los clientes.

Es único.

El tiempo le da la comprensión de algunos verbos y todo comienza a aclararse en su estómago de sensaciones. Los sonidos ya no son feroces bramidos o de nervios un manojo, sino que tienen un existente sentido de las cosas. Él esta contento por todo esto. Lo único que siempre lo llega a molestar es el mastodonte rumiante. Por eso tiene el hacha de mano siempre al alcance de su derecha, mano hábil en la cacería que le recuerda la juventud en otras tierras. Y él salía enfurecido al monte para demostrar lo macho que era. El predominio que podía ejercer sobre los demás de la aldea. Cazaba de todo. Aquello que pasara por sus ojos tenía los minutos contados. Ratas, conejos, perros, caballos y jabalís. Aves, las que existieran. Al salir, los animales podían sentir el clamor de su respiración que se agigantaba en el aire, recorriendo cada centímetro del espacio. Enmudecían los insectos y los monos se subían a las copas más altas de los árboles para vistos no ser. En su pueblo, Kang Xian, los hombres y las mujeres sentían un osado respeto por él. Todo cambió cuando el único río se seco. Las cosechas comenzaron a perderse, los jóvenes a irse y eso a él le dolió muy profundamente. Los animales huían hacia otras tierras y era lógico. Él también tuvo que hacerlo aunque le doliese y tuviese que imitar la forma de los cobardes y débiles. Entonces, allí esta, cortando con velocidad extrema la carne, esperando al mastodonte que muestre siquiera las orejas para ensartarlo. Quiere comérselo. El dueño del restaurante dice que se quede tranquilo y cada tanto lo pispea con cierto temor.

La noche juega con las almas

Son más de las dos de la madrugada. Ya no queda nadie. Todos han partido a sus hogares. Contentos. Salvo que él no piensa mucho en eso. Hoy decidido está, ha permanecer dos horas expectante, como un susurrito que de a poco va agrandándose hasta ser un grito adulto. Ve que la puerta y la ventana de la cocina se abren, cierran, abren y cierran. Es por el viento. Vislumbra como entre la apertura y el cierre ambas intentan alcanzarse, como si pretendieran besarse a la luz de sus ojos. Extienden sus extremidades a más no poder, como dos hojas perdidas que se pretenden en un vuelo otoñal. Frota su cara para no dormirse, agazapado espera tras la heladera, después cansado va detrás del horno que aún está caliente y el cual desprende un aroma especial. La nariz cargada de este aroma parece flotar junto a los pollos que día y noche allí son asados. Como una nube espesa se levantan, como fantasmas extraños, sin piel, sin cabeza, corren ciegamente en el aire rarificado. Entonces el brillo de algo diluye la imagen. Algo gigántico que viene lento casi sin moverse, en un movimiento denso. El cocinero toma el hacha y asegura que la cuchilla este en su lugar, en caso de ser el hacha inútil. No ha preparado trampa ni nada por el estilo, esta vez es especial. La lamparita que pende de un cable fino, se mueve de un lado al otro y embruja el alma de la bestia que alza la cabeza, el cocinero la secunda y mira arriba. La lamparita ahora gira, da una vueltita circular muy pequeña. La bestia sigue el juego que hace la bombita y gira, el cocinero vuelve a imitar. Tal vez no sabe por que lo hace, pero no quiere ser rígido con la lamparita que danza sensualmente. Todos la miran. La puerta abandona a la ventana y también se prende en la óptica al igual que los pollos sin cabeza y el horno. Ahora todos giran en la observancia fija de la móvil entidad. Baja la cabeza y el mastodonte feliníaco a escapado.

Suelta el hacha.

Cuando logra dormirse, ya es de día. Sólo dos horas y es devuelto por la cama a su rutina. Al entrar al restaurante el dueño lo mira y murmura que un día la joda va ser grande, y no hay vuelta atrás. “No hay tu tía”... Hoy está tan seguro, hoy va a cazarlo. Hoy se levantó con la sangre en su ojito rasgado y las manos le tiemblan de la emoción. Sabe que la bestia sabe que ambos saben cual es el final. Más rápido que nunca marchan los pedidos aunque a ratos los ojos se le cierran y los mozos lo despiertan, él da un saltito y sigue la cebolla pelando, y aunque a ella le gusta verlo llorar, esta vez no le da el gusto, ella lo mira y le sonríe pero a él no le importa y la ensarta al medio mientras observa la expansión del ácido que despide la feroz verdura. Los manjares caminan tan como siempre. Detenido, mirando como mastican los clientes. Algunos apurados, más lento otros que intercalan con charla, el mastique. Los hay aquellos a los que la comida le supura por la boca y bañan absolutamente todo lo que los rodea. Los trozos de comida disparados por la mesa van sorteando los diversos caminos que deben tomar. Escogen el plato vecino o los vasos y a veces, las camisas que están arremangadas. Al cocinero le produce risa la situación.

Vuelve la noche.

Piensa. Piensa. Los ojos se le caen producto inevitable del sueño que luego se va volando ni bien se despabila un poco. Esta esperando, ahora, que llegó la nocturnidad y puede sentir ese aroma feliníaco tan cerca de la nariz. Esta sentado sobre la mesada, fría, mesada de mármol que le congela la carne. Mueve las piernas hacía delante y atrás como distraído. Las piernas moviéndose solas, separadas del cuerpo, mientras van chocándose con las puertitas de la mesada y pierden impulso. Parece que se duerme pero amaga y amaga esquivando la mano tentadora. El aromita felinesco viene cantando con un susurro llamativo que lo embebe. La lamparita comienza su intermitencia. Prende y apaga, prende. Finalmente puede divisar a lo lejos la figura de la bestia. Las dimensiones extrainimaginables descubren el asombro, “¡La pucha!” hubiese dicho el dueño del restaurante, y seguro habría seguido con “¡Que quilombo!”. Tamaña mole levanta las sombras de los artefactos que escuchan atemorizados los pasos. Sus patas van traccionando contra el piso y las pezuñas terribles retumban en ecos. La respiración de la bestia felimastodontica es agitada, pesada. Él no hace más que mirar las sombras que van y vienen con la lamparita, sólo empuña su grandiosa hacha de mano y espera sentadito. Parece como si dijera “Vení, vení que te hago cagar”, pero sin decirlo prefiere la mudez y no gritar para que no se le vaya, sino corre y huye a su guarida desconocida. Ahí cercando el espacio, lenta y taciturna, pecaminosa y concreta como el arroz con hígado. Están frente a frente, casi los bigotes le acarician la cara. Ni se mueve para no espantarla porque siempre es así, la tiene, la tiene y se escapa. Es realmente colosal mientras danza con su cola una rara melodía. La melodía de la venganza. Abre la boca, en eso se le ocurren todas las travesías que debió pasar por ella, la cantidad de asesinatos que podría haber cometido por su culpa. En fin. Abre más la boca. Extensamente abierta. Los dientes afilados desfilan ante sus ojos y no puede dejar de pensar que es la bestia felimastodontica más grande que vio en su vida de cazador. Que sería un premio perfecto y haría un collar con aquellos dientes, un hermoso collar que todos los días limpiaría con dentífrico y guardaría en una cajita de madera de bambú.

Siempre se cierra la boca.

Un pinchazo le invade la espalda. Adentrado en su carne, cuando lo siente, su visión periférica observa que la lamparita sigue produciendo su intermitencia. El instinto de cazador lleva el hachita de mano al vientre de la bestiota. Un quejidito termina por cerrar las fauces. Ambos se quedan allí. El pobre cocinero empuja, empuja con ganas. La lamparita sigue reproduciendo su letal intermitencia sin explotar ni quemarse. Prende y apaga.

Prende.

N.