PRÓXIMA FUNCIÓN

¡Cruce en Cuarentena!


Por razones de conocimiento público, la escuela a la que íbamos a asistir ha cerrado sus puertas.

Por lo tanto la función queda suspendida... así que quédense en sus casas, abríguense, y tengan miedo a la gripe A, que es lo que está de moda.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Memoria de un barrio que tuvo calles de tierra...

Nicolás Raúl Correa

(O postales de una pieza oscura)

“...Ya los mercaderes se han reconocido
como tales, los médicos también
y el desierto como arena
¿Cómo es posible que quieras
salir de este jardín,
para habitar el mundo?...”

Liernauth Stroclard en “Un mundo nuevo”...


Fue en una de esas madrugadas que me levantaba en medio de un ensordinado grito. El gallito cantaba las 4 y un frescor venía levantándose, el calor comenzaba a apretar, mientras más avanzaba el astro lumínico. No sé por qué raro presentimiento me había desvelado. El reloj estaba predispuesto en su horario habitual, las seis. Nunca escuchaba al gallo pero esa madrugada si, esa madrugada me rompía el esquema de ensoñación y justo que estaba en un buen sueño. Justito que me había tocado uno lindo, uno de rosas y otras cosas que no vienen al caso. Pero como decía un amigo de mi padre que vivía en Entre Ríos, en Gualeguay “...Es mejor soñar despierto, porque si Soñas dormido, ¡cada cosa podes soñar!...”
Disentía un poco, yo, de esta opinión o tal vez sería solo mi tosca juventud o la inexperiencia que me embargaba. Eran las cuatro y media cuando me asomé por la ventana para ver pasar a los muchachos que se dirigían hacia las factorías, que existen aunque ya no se hable de ellas. Con sus zapatos de acero y sus pantalones azules, las mochilas pesadas y el cigarro que brillaba en la noche, caminaban como una manada que lentamente iba extendiendo su paso, expulsados de los barrios, de las calles de tierra, de las villas, de los asentamientos. En una pulsación tenue, iban emergiendo los hombres de azul, porque si bien eran menos, no habían desaparecido como algunos afirmaban. Mi padre se levantaba a las 5 y comenzaba su pequeña procesión. Luego comía algo y tomaba la vianda que todas las noches mamá preparaba para que se alimentara en su hora de descanso.
Era de mañana ya cuando salía, yo, y mi madre cerraba la puerta de la casa. Levantaba el brazo a través de la ventana y sonreía un poco. El día también comenzaba para ella. Mientras caminaba por las calles que iban tomando cada vez más calor, que escuchaban los silbidos de los pájaros y los aullidos de las chicharras, molestos aullidos, me preguntaba si siempre que saldría a la mañana sentiría lo mismo. Sentir lo mismo era: Que tenía sueño, que el tiempo pasaba muy despacio, que la noche era más corta que el día. Eran un par de percepciones, simplemente, desparejas, que explotaban en mi cabeza y no podía controlarlas...

Ese día también explotó el 463, camino a la panificadora...

Venía cargado, como es de costumbre, hasta la manija. El colectivo se movía despacio tratando de doblar lo más cautelosamente posible en las curvas, y en las rectas, no pisar demasiado el acelerador. Rugía y parecía que iba a volar en mil pedazos de un momento a otro. Había hombres que colgaban de las puertas pero de algún modo extraño, logré escabullirme hacia el pasillo. El problema surgió cuando en una de las paradas donde más gente se cargaba, el colectivo no frenó. Los que estaban abajo comenzaron a gritar y lo corrieron por unas cuadras, y todos los pasajeros en ese momento veían la peregrinación endemoniada, con cierto temor. Algunos patearon la maquina y otros hasta arrojaron piedras o bolsas de basura, entonces el colectivero aceleró, aceleró y aceleró y cuando doblo en Bolívar para agarrar Bustamante, se olvidó de la loma de burro y la maquina de un salto se desprendió de uno de los pasajeros que pendía del pasamano.
Calló, pero antes rodó un par de metros donde un color rojizo se fue destiñendo a medidas que giraba. Quedó inmóvil en el pasto de una casa muy simpática.
La gente que iba dentro con gritos, alertó al chofer que paro media cuadra más adelante... Un aroma extraño circulaba en la atmósfera.

Olor a Obrero muerto en un jardín de Hurlingham.

No querían moverlo, porque decían que hacía mal. La rueda trasera del colectivo, aprisionaba sus piernas de modo agónico y en una pequeñita pared se veía como la sangre había impactado. Era un hombre de unos treinta. Su cuerpo temblaba un poco y parecía querer revivir. Cuando llegó la policía, encontró mucha gente alrededor, cosa que complico la rutina de salvataje al llegar de los bomberos y la ambulancia. Con el muerto, estaba su amigo de viaje, el cual estableció una charla con el sargento Acuña, que reproduzco mas o menos así:

- Como no llevaba documento, me tiene que decir el nombre y el apellido de la victima, si lo sabe:
Héctor Rebollo, el segundo nombre nunca lo supe.
El estado civil no importa, parece que era casado. Hijos, ¿sabe si tenía?
Creo que tenía una nenita de unos tres años, por ahí.
¿Puede decirnos el teléfono de la casa?
No tengo idea eso señor oficial.
¿Barrio de residencia? ¿Calle? ¿Dirección?
Sé que era de Barrio El destino, pero nada más.
¿Ocupación?
Empleado.
¿Obrero o empleado?
Empleado señor.
Pero tenía pantalón azul y botines de acero.
Sí, pero no era obrero, sino empleado.
Señor, sea más claro, ¿la mayoría de ustedes son obreros o no es así?
Yo soy empleado, que no es lo mismo. Obrero no.

La reproducción es lo más fidedigna posible, casi tal cual fue, quizá algunas cosas corran el riesgo de la corrosión de la memoria, que es posible, ahora. Esa mañana, que nacía, el aroma a Obrero muerto me produjo una sensación nauseabunda. Con el correr de los días la cuestión comenzó a agravarse y no podía quitarme de encima la cara del tipo. Era lo único que me venía a la mente, porque lo demás, seguía de largo. Era una de esas cosas raras de Barrio, que pasan de tanto en tanto, un calvario personal, y fue cuando me di cuenta que no recordaba nada, nada más, sino, las cosas del momento, del muy presente. Un día, hasta había olvidado aquella imagen. La situación empezó a potenciarse con los días. El médico dijo que era joven para tener uno de esos males del olvido. Para contrarrestar el mal, andaba haciendo anotaciones de todas las acciones que realizaba, de las cosas que decía, de lo que estudiaba. Llevaba papeles a todos lados y la gente me miraba cuando anotaba velozmente. Desarrollé un método de notación diario que se dividía en: Promesas, acciones físicas, deudas, fechas importantes, horarios y un pilar de diversas modalidades que llevaban la responsabilidad de ayudarme. Tenía una lista de los nombres de mi familia y cada uno de ellos con una foto de la persona indicada. Trataba de memorizar todo lo que podía, pero era inútil. Demasiado en vano. Sentía como brillaban las cosas en un minuto y luego se apagaban opacamente. Las alegrías eran efímeras y solían durar poco. Había olvidado lo que era despertarse y recordar una alegría que sirviese para el resto del día y que luego se vaya muriendo lentamente hasta que uno se hace a esa alegría y es un pedazo de cotidienaidad. Esa forma de tomar la felicidad era, tal vez, lo que más molestaba. No podía apresarla nunca, porque no tenía una realidad. Por ejemplo: Si me cortaba un dedo, el dolor duraba poco, al rato no recordaba el porqué ni el cómo ni cuándo. Si recibía un regalo, no sabía de quien había venido ni el rostro de esa persona. Algunas veces Don Florencio decía que era una gran virtud vivir de esta forma, que nunca tendría problemas y supongo que era, porque esto, no le pasaba a él.
En poco tiempo me echaron de la panificadora. El motivo era muy simple, había olvidado un cuchillo dentro de la amasadora. En un momento uno de mis compañeros quiso tomar la masa y cuando se abalanzó sobre la maquina, se lo ensartó. El cuchillo se clavo en su brazo derecho.

Así fue...

Lo gracioso se estableció, cuando Amanda, mi novia, que según lo era por las fotos y las pruebas que tenía, dijo que me engañaba, lloré como media hora y eso era demasiado, hasta que luego, creo haberlo olvidado. Mi madre decía que esto se repetía siempre. La muchacha venía con su confesión y yo la olvidaba un rato después. Cuando entendió el mecanismo, en fin... Mi madre dijo la grabaría y allí daría cuenta de lo que sucedía. La secuencia fue decepcionante, y entregó el siguiente resultado:

Bueno, tengo que decírtelo, no puedo seguir más con esto. Me acosté con el verdulero, Ulises. Dos veces, mi Amor...
No te alcanzó con una, atorranta, ¿Por qué lo hiciste? Encima me decís “Mi Amor”...
Es que, no se, se hace difícil estar con vos...

Esa fue una de las declaraciones de Amanda, la otra, siempre producto de las grabaciones y la sagacidad de mi madre, fue esta:

Bueno, Amorcito, tengo que decirte algo que me pasa, que me atormenta y no me deja probar bocado... Te estoy engañando...
¿Con quién? No puede ser, pero ¿cómo?
Es más fuerte que yo...
¿Cuantas veces fueron?
El verdulero no es. Massimo, el gomero. Tiene Swing...

Entonces, en ese momento supe que Amanda me era infiel. La pura comparación había brindado las pruebas suficientes. Pude apresar por unos momentos la realidad constante, con los cambios en simultáneos y no a saltos como venía sucediéndome. Pero lógicamente, no podía vivir así, grabando cada conversación ni saturando la comprensión. Cada tanto, mi madre ponía la cinta. Cuando las olvidaba, las volvía a poner para que recordara el hecho.

Optamos por el brujo del barrio.

El Leandrito. Tipo con facultades se decía. Magia y esas cosas. Cuando llegué, por las fotos que mi madre guardó, estaba lleno de gente. Una cola increíble que iba adentrándose bien metido el Barrio Asunción. En mi anotador había puesto “Curandero, lunes 14 de abril. 14:35 hs.” Por eso no salí corriendo. A parte, mamá me tenía de un brazo y Maria, mi hermana, del otro.
La gente gritaba desde las entrañas de lo que parecía ser una tienda. Gritaban y gemían, según cuenta mi hermana María. Yo solo alcanzo a recordar algunas cosas que luego, con el tiempo, parece que fueron refrescándose por medio de las fotos. El tipo este, Leandrito, bailaba alrededor de mí, moviendo el vientre y produciendo con sus manos un movimiento desquiciado, como el meneíto pero a toda velocidad. Invocaba el favor de raros dioses que jamás había oído. Luego, prendió una vela, y por las fotos, creo, no me gustó mucho. Mi madre dice que salí asustado y el Leandrito me corrió un par de cuadras. Hasta Vergara.
Ellas tuvieron que pagarle.

Lo que siguieron son unos sucesos raros, que según me cuentan, fueron verídicos.

En una mañana del 30 de Junio, salía con rumbo hacia el almacén de Víctor para comprar algunas cosas1 y me olvide de cerrar la puerta. Al querer volver doy cuenta que no llevaba conmigo el anotador donde estaba la ruta para volver a casa. Anduve errando como un vago, apretando la bolsa fuertemente. Cerca de las 12 del mediodía, y por el sol daba cuenta de esto, me senté, y así fue como me encontraron... Casi tres horas después. Desde ese momento pusieron un silbato en mi cuello, para que cuando estuviera perdido, lo hiciera sonar.
El 7 de Julio casi me ahogo con todos los papeles que llevaba al cuello2.
El 14 de agosto fui atropellado por una bicicleta.
El 14 de agosto, por la noche, estaba recuperado, según mis propios anales.

El 21 de septiembre, estaba encerrado en la pieza, a oscuras, y se produjo un hecho más extraño aún de lo que venía aconteciendo...
Mientras estaba tratando de componer la última media de hora de mi vida, entró a la casa un hombre de unos cincuenti largos años, acompañado por mi padre. A saber, golpeó la puerta de mi pieza y ambos, me miraron un largo rato. Papá nos dejó...

Me contó el problema, su padre...
No puedo acordarme, a veces de lo mío, salvo cuando me lo hacen recordar. Usted no entiende que complicado es vivir así... No tiene la menor idea. ¿Sabe cuantas cosas no recuerdo? El olor de una mujer, el olor extasiado de una mujer y la cama. El beso de mi madre, los ojos de mi padre, el pelo de mi hermana. El sexto caso latino. Si no los veo, no los recuerdo. Sólo sé que están. Me recuerdo a mí, porque vivo conmigo. No existe nada más que este momento. Usted jamás quedará sentenciado en la memoria de este hombre con quien habla y eso para algunos, es una suerte de bendición...
No hable de una vez y para siempre. Yo lo puedo ayudar muchacho... Conocí una vez un tipo con un problema parecido, hace tiempo de esto. Pero a la inversa de lo suyo, este recordaba todo. Podía recordar un día entero, cosa que le llevaba un día entero. Si lo piensa, es exactamente lo mismo, al revés. Un viejo principio de polaridad.
¿Usted vino para decirme eso?
No, exactamente no. Verá, en este tiempo me he interesado mucho en el caso. Trabajé mucho en esta idea. A veces arriesgada, porque no hay tantos registros, y se tienen pocas herramientas. Lo único que he conseguido es un documento que testimonia la historia de un árabe del siglo V a.c, el árabe loco, un hechicero perdido que había tenido el problema que padece usted. Olvido total. ¿Sabe lo que hizo? Se fue a morir al desierto porque no soportaba tal existencia. Esto consta en los 365 tomos, según un historiador de algunos siglos más tardes, árabe también, llamado Esnemá Sorerbo. Usted sabe, vivir así, es como vivir en un laberinto.
Puede ser un laberinto del presente. Es como ser un niño con ojos de hombre. Por suerte puedo hablar, ya que todo el día estoy hablando y cantando, tengo miedo de perder el habla. Eso sería lo último. Sabe que duermo cada media hora, si es que puedo. Y cuando me despierto pongo la radio y converso con ella, si ninguno viene aquí, a hablarme.
Puedo imaginar el calvario que debe padecer, pero no puedo ponerme en su lugar. Como le decía, he diseñado una maquina que posiblemente lo ayude a recordar.
¿Y sirve eso?
Nunca ha sido probada. Esa es la gran negativa. Las consecuencias podrían ser catastróficas. La peor de las tragedias: La Muerte.
Usted sabe que esa no es la peor de las tragedias. He intentado muchas veces la Muerte. La invoqué. Soñé mi suerte a manos de ella, pero nunca vino. La soñé bien vivo, a ver si me escuchaba. ¿Cree que tendría miedo de este episodio?
No, seguramente no, pero ¿Estaría dispuesto a efectuar el experimento?
Sí, si volvería ser el mismo de antes.
Eso no lo sé. No se lo puedo asegurar.

El día que trajeron la maquina fue un suplicio, por lo que pude escuchar. Mi padre la cargó en la camioneta y vinieron por Pedro Díaz a los gomasos. Y escuché todo porque mi madre estaba grabando la sesión, ya que el tipo este quería hacerlo, por si salía bien, tener registros del suceso. Parecía un exorcismo. María entraba constantemente para saber si estaba cómodo y para recordarme, para que no olvidara, lo que pasaría momentos, también cometían el mismo gesto la tía Elena y Rómulo, mi primo. Cuando la camioneta llegó, mamá vino a avisarme. La descargaron y posteriormente, la estacionaron en el patio del fondo para tener más espacio. Todos estaban afuera mirándola, quietos, perplejos. La estructura tosca de la maquinaria presuponía ciertas dificultades. El aspecto era alarmante y se elevaba en una forma muy similar a una heladera. Algunos caños de escape se divisaban en sus costados y una antena que no tendría más de un metro. En total, sería de tres de ancho y uno y medio de alto. Al lado de la antena, yacía una budinera que me llamó la atención. La mayor parte de la carrocería del artefacto, estaba teñida de gris, un gris sucio. Una bomba de nafta se veía debajo de la antena y algunas botellas llenas, algunas con un liquido marrón, otras rojo y blanco también. Debajo de la puerta de entrada, había una pedalera con un respectivo asiento de bicicleta. Las fotos, conservan no todos los detalles...

Realmente, casi asombroso...

El tipo llegó un rato más tarde, con una caja de herramientas en la mano. Se aproximó para encenderla y hacer una pequeña prueba. Antes la revisó con cara de preocupación. Cargo una de las botellas con lo que parecía ser agua. La encendió y el cacharrerío que se escuchó, no fue muy alentador. Rugía como un Torino sin caño de escape y se movía para todos lados como si fuese a volar. Desde la pieza podía escucharlo.

Explotaba
Explotaba
Explotaba...

Al salir, mi madre estuvo observándome largo rato. Mi barba se detenía en el pecho. Papá estaba sentado mirando para abajo. María suspiraba cada tanto, queriendo llorar. El primo Rómulo se morfaba las uñas y la tía Elena, chupaba del mate sin parar.

Jefe, y yo ¿qué hago acá?.
Simple. Entra por la puertita, se sienta y espera.
¿Pero qué es lo que hace la porquería esta?
Es un transformador de memoria. Como una memoria nueva, donde te quedará grabado lo que ya tengas memorizado y lo nuevo, lo que vayas adquiriendo.
¿Y de donde sacó la memoria nueva?
Es largo, pero te acordás el tipo que te conté, ese Fúnes, que tenía ese problemita de, digámoslo así, “superabundancia de memoria”, bueno, conseguí cortarle un pedacito de cerebro cuando murió. Después de eso, por medio de un proceso de extracción de liquido capte los módulos de la memoria que se encuentran en el cerebro, y listo. Ponele que fue un poco más largo, pero más o menos fue así...
Ahhh, mira vos... Bueno, ¿puede fallar?
¡Te había dicho que nunca lo había probado!
Listo, listo...

En ese instante tuve que entrar por la puertita y cuando me senté, escuche el llanto de mi madre y que papá la contenía, por la puertita también vi que tía Elena se abrazó a Rómulo y a María. El tipo, que tiempo después supe que era un técnico mecánico, antes de cerrar la puertita me inyectó en la cabeza, con una jeringa grande, a un tubito que descendía de una botella de aceite. Cerró la puertita con fuerza. Adentro había una cámara que grababa todo el episodio. Cuando la encendió, los termómetros enseguida empezaron a calentar. El calor de la máquina hacia crepitar el interior y eso producía que la jeringa me molestase. Comencé a sentir una extraña sensación hasta que escuché un ruido y estruendo posterior. El calor se había vuelto una tortura y vi que afuera todo se agitaba. La cosa comenzó a girar y empecé sentir nauseas. Vomité. Vomité ravioles. Afuera era una imagen difusa. Un termómetro explotó al lado de mi brazo derecho y esto me quemó y recordé como eran las quemaduras. Entonces en ese instante, comprendí que funcionaba. Otro termómetro explotó y me salpicó los vidrios a la cara. Sentí la sangre caliente y recordé el olor mismo a sangre caliente. El calor era fuego ahora y recordé el color del fuego. Recordaba y estaba alegre pero me estaba lastimando el fuego que estaba entrando por el techo y el piso. La jeringa se había soltado y largaba un liquido marrón regándolo por doquier. Cuando la maquina empezó a detenerse vi una cantidad de baldes enormes que se abalanzaban sobre la puertita, el tipo estaba tirado en el suelo y cuando la abrieron lo único que hice, fue desmayarme.

El técnico estaba echado en el suelo, como dije.

Cuando quise reconstruir los anales de mi memoria, retomando papeles viejos y perdidos, una lagrima atravesó el ojo izquierdo. Los efectos de la maquina habían tenido resultado, pero nadie podía explicarlo. Las únicas secuelas fueron las esperables; un hombre muerto y un tuerto con memoria.

N.

1 comentario:

Liernauth dijo...

Nicolás:
Me gusta mucho tu prosa, has mejorado considerablemente y cada vez mejoras más... Espero un futuro muy interesante para ti...

Desde Florencia

Liernauth Stroclard