Los primeros días de convivencia fueron un tanto difíciles. Podríamos decir que tardamos en acostumbrarnos a nuestras presencias, pero no más que lo usual. Mientras les contamos esto, no podríamos decirles a ciencia cierta si nosotras nos adaptamos a él, o si fue él el que se moldeó a nuestra forma. El caso es que eventualmente fuimos mejorando los tratos, para comenzar lo que sería una relación de dependencia de... ¿Cuántos años? ¿Cuatro? ¿Cinco? Qué se yo...
Él era un chico atlético, hiperactivo... tanto que a nosotras nos costaba seguirle el ritmo. Corriendo un colectivo, llegando tarde a algún lugar, escapando de la policía, o de los ladrones. Pura adrenalina.
Realmente era un muchacho excepcional, no sabemos cómo describirlo para que ustedes lo entiendan. Por ahí contándoles una anécdota conseguiríamos acercarlos a su figura... Si tan solo no doliera tanto la memoria. A veces pensamos que esta soledad sería tolerable si por lo menos su recuerdo nos abandonara... Pero sopla el viento, el aire llena nuestros pulmones agujereados y nosotras no tenemos otra opción más que movernos como cuando él nos obligaba a correr.
Como esa noche en Rafael Castillo. ¿Quién sabe las razones de esa caminata nocturna? ¿Él quizás? Lo dudo... quizás lo impulsó algo externo a él, algún grito primigenio de calle que ruega ser caminada, o de error que demanda ser efectuado.
- Dame las yantas. - Le dijo el pendejo. Nosotros la cara ni se la vimos, nunca llegamos a ver las caras. En ese momento estábamos absortas en un espiral de miedo que en cada movimiento circular de apertura nos arrojaba pensamientos como ¿Por qué doblamos justo en esta esquina? ¿A qué se refiere con yantas? ¿Estará solo o tendrá algún cómplice cerca?
Mientras nosotras nos hacíamos estas preguntas aterradas, él permaneció impertérrito. Dijo algo así como:
- Si las querés me las vas a tener que sacar de los pies. - ... Aunque tal vez dijo pieces, o patas... tal vez le estemos poniendo más melodrama a la situación de lo que realmente tuvo.
Sean cuales hayan sido sus palabras, no hizo falta agregar más que un gesto facial, y el pibe que nos había interceptado reanudó su marcha y desapareció a nuestras espaldas. Nuestro defensor nos solicitó con la voz trémula que lo llevemos a su casa. Un cascote apuntado con descuido cayó a unos metros, y la solicitud se volvió voz de mando, y nos atrapó en una de sus pasionales carreras.
Creo que fue esa noche cuando pensamos que algo especial nos unía. Sentíamos el calor de sus manos tirando de nuestros puños de nylon, así como el latir de su sangre bajo nuestra piel de lona. Nos veían correr y ya no sabían si éramos tres, dos, o uno.
Pero nosotras envejecimos rápidamente, mientras él permanecía como atado a la juventud. Comenzamos a mostrar cicatrices, frutos de algunos juegos prohibidos, y nuestra piel se volvió áspera y se manchó por innumerables arrojos de auto sacrificio para garantizar que él permaneciera inmaculado. Dejamos nuestra lozanía en los cordones de las veredas, nuestra belleza en los charcos de lluvia y a nuestra juventud se la llevó para siempre un balde de agua enjabonada que falsamente nos prometía revivir nuestros años mozos.
Sin embargo, y a pesar de todo, a pesar del dolor en las costuras, del desgarro de nuestras manos de nylon y de la decadencia de cada uno de nuestros músculos, permanecíamos felices junto a él. A él, que se entregaba a nuestro abrazo sin miramientos, sin que le importasen los comentarios despectivos, sin dar lugar a la vergüenza o a la envidia. Y entre él y nosotras permanecimos en ese estado de plenitud que solo el contacto con la calidez de la piel del otro puede producir.
Hasta que llegaron las otras.
No nos dejó de ver de inmediato. Al último de los abandonos le antecedieron unos días de piedad, de visitas casi por obligación, de preventiva nostalgia por aquello que se está por no tener nunca más.
Nos echaron de la casa y nosotras, ilusas, pensamos que nos estaban poniendo al sol para secarnos. Pero unas manos anónimas nos subieron a un montón de basura, entre latas, plásticos deformes y papeles amarillentos. Recorrimos los barrios aledaños portando muecas de terror, a medida que íbamos siendo sepultadas debajo de nuevos desechos. Estábamos siendo enterradas vivas, nos estaban robando el sol, y aquellos cartones y latas nos manoseaban a su antojo, sin que nadie se interesara por nuestro sufrimiento y viniera a rescatarnos. Supimos allí que habíamos sido desechadas, que a él ya no le importábamos más, y que nunca jamás volveríamos a sentir la frescura del taco, el perfume de su piel, las caricias del algodón, y las cosquillas del cepillo.
A la noche, mudamos de una pila de basura móvil, a una estática. Con el paso de los días se fue agregando y quitando basura. Llegaba alguien y después de revolver un tiempo, partía con todos los papeles. Otro vendría más tarde para llevarse las latas, y otro escogería los vidrios. Pero nadie me elegía a nosotras. Un cartón agujereado y manchado tenía más cabida en el mundo. Una botella rota era más preciada. A las latas se las trataba con más respeto.
Cierta madrugada, sentimos un contacto áspero, y fuimos elevadas por unos dedos chamuscados de olor agrio. Allí mismo, delante de todos los demás desperdicios que nos miraban con ojos tan vencidos y desesperanzados como los nuestros, nos hizo entrar en un abrazo incestuoso. Habíamos perdido las fuerzas para oponer resistencia hacía mucho tiempo ya. Luego de la humillación carnal, nos llevó casi a las patadas por un par de cuerdas, tomándonos por momentos con sus dedos quemados y lanzándonos por los aires, como intentando perfeccionar su puntería.
Cuando llegó al lugar adecuado, nos tomó con mayor fuerza. Detuvo sus movimientos por unos segundos, en los que creemos que calculó acertadamente la trayectoria del lanzamiento. Nos dio en escupitajo de cortesía, como para que no olvidemos que estábamos siendo exiliadas del mundo terrenal marcadas por la vergüenza, y luego de hacernos girar en su mano una, dos, tres, cuatro veces, nos empujó al vacío vertical.
Llegamos a agarrarnos de acá, de este cable, sin saber muy bien por qué motivo hacerlo. Sentimos dentro nuestro la necesidad primigenia de mantenernos con vida, el acto reflejo de anteponer los brazos ante la caída invertida que nos borraría del plano de la existencia.
Desde entonces permanecemos atentas, expectantes. Enviando señas hacia algunos bultos que parecen humanos, dirigiendo sus pasos erráticos hacia algún sucucho que los hará parecer menos humanos de lo que ya parecen. Sintiendo que con este código del que formamos parte ayudamos a destruir parcialmente este mundo que nos usó y desechó. Este mundo que nos empujó hacia el olvido, en un gesto tan prepotente que olvidó confirmar nuestra muerte. Pero ese gesto le costó caro. Y desde este humilde lugar vigilamos, desde este humilde lugar supervisamos, y más que nada desde este humilde lugar esperamos a que aquél muchacho que nos traicionó después de que nosotras le diésemos los mejores años de nuestras vidas, pase por este callejón, nos vea, entienda el código y vaya a perder el alma en una lata oxidada.
Esa es nuestra venganza. Esa es la retribución que estamos esperando.
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