Bar Bartolomeo
Bartolomé Mitre 1525
Presentación del libro:
de
Nicolás Correa
Presentan los Engranajes: José María Marcos y Leonardo Oyola
Invitados de la engranada:
Narración: Walter Politano
Música: Iván “Cuerda” Correa
Entre el más allá y el menos acá.
Grupo CRUCE Presenta:
Grupo CRUCE Presenta:
Grupo CRUCE Presenta:
Se acostó sintiendo el calor de una cama ya ocupada. Ella lo había esperado hasta tarde, pero él se demoró incluso más de lo acostumbrado. No por placer, no señor. Nada más lejano. Para él, el placer estaba como borrado, como detrás del vidrio de un espejo por el que veía su vida pasada.
¡Por placer!, haceme el favor… la calle es un infierno, no hay placer en el infierno. No hay placer buscando el mango, no hay placer manejando un taxi… no es como en las películas. Nadie viene y te cuenta una historia interesante, nadie garcha en el asiento de atrás… ningún famoso se sube a un 405… eso… eso es todo Hollywood, todo sueños.
Un infierno, la calle es un infierno… pero ahora ya está, ahora ya está acostado, sintiendo la tela se una sábana que comienza por serle áspera, pero a medida que su cuerpo se calienta, se vuelve más suave. Teme tocar el cuerpo de ella, por lo menos hasta que el suyo entre en calor. Los doctores te cuentan cada historia, ¿viste? Que tiene que dormir de costado, que tiene que dormir boca arriba, que tiene que dormir haciendo la vertical… todo con tal de que no se le ahogue el feto.
Ella se ve feliz al otro extremo de la cama. Distante, piensa él, pero feliz. ¿Y cómo no va a estar feliz? Si está acompañada todo el día. Todo el día está con el otro, mientras él está solo como un perro, en una lata negra como la noche y amarilla como un vómito. Ya hasta tuvo que girar el espejo retrovisor porque estaba cansado de ver la cara de odio de la gente con la mirada clavada en el reloj, despreciándolo cada vez más por cada centavo que aumentaba la tarifa. Solo, como un perro. En una cama de dos. Transformada en una cama para tres. Haceme el favor…
Se acercó despacio, tratando de envolver esa enorme cintura. Y no pudo. Estaba más grande que nunca. Iba a reventar esa mujer. El crío la estaba inflando, estaba ocupando más lugar de lo que le correspondía, no era justo. A penas llegó a palpar el ombligo de su mujer, como empujado de adentro hacia afuera. Se imaginaba el dedo mayor del feto presionado contra la barriga, haciéndole fuck you mientras el feto le decía: ¡Sacá la mano gordo, tu mujer es mía, nunca más va a ser tuya!
Y mientras apoyaba la mano sobre el ombligo, trataba de sentir esa burla del feto, el insulto del otro.
Ahí fue cuando lo sintió por primera vez. ¿Una patada? O.K., dio una patada ¿Y eso era la gran cosa? ¿Por eso hacía tanto escándalo su suegra, y gritaba tan emocionada su cuñada? ¿Tanto revuelo por eso? Dio una patada, movió un pié, denle un diploma al bicho este. Él arriba del 405 tenía que mover el pié para acelerar. Mover el pié para frenar. Mover el pié para mandar los cambios. Primera después del semáforo; segunda a un par de metros; tercera si iba por el medio de Rivadavia, que a la noche estaba bastante vacía; freno y punto muerto si lo agarraba algún semáforo con camarita. Así durante toda la noche, todas las noches. Y ahí no tenía a su suegra para que lo felicite. No tenía a su cuñada para que se emocione. Ahí, a lo sumo, tenía un pasajero que lo miraba con odio, haceme el favor…
Ahí lo tenés de vuelta, otra patada. Bueno, si tanto patea, no debe ser tan difícil, no es ninguna proeza, no merece tanto festejo cada vez que se le canta moverse. Como ahora, que parece que se está dando vueltas por toda la panza.
Y de hecho así era, su mano captaba el movimiento por debajo de la piel, y por momentos le parecía reconocer hasta la forma del feto. Ahí tenés una pierna, ahí un brazo… ahí otro brazo… ahí la cabeza. Se movía mucho, y cada vez más rápido. Sin quitar la mano del vientre de su mujer, apoyó el codo en la almohada, elevó el torso y al observar la guarida del feto no pudo evitar elevar las cejas y dejar caer su mandíbula en una mueca de espanto.
Retiró la mano tan rápido como pudo, mientras observaba que el vientre se sacudía de un lado a otro, y contra las paredes de carne se marcaban claramente un pie, o una mano, o la espalda del feto. La piel de su mujer se estiraba a más no poder, marcando estrías por toda la barriga, atravesada por intensas venas azules. El feto se estiraba, y se estiraba, y se estiraba, y ya se notaba que el domo de carne no le era suficiente.
De golpe, todo cesó. La panza volvió a su forma habitual, las estrías desaparecieron y las venas se fundieron en el color canela de la piel de su mujer. ¿Lo había soñado?, pensó él. Tal vez la noche en el 405 le había pegado fuerte. Alcohol seguro que no era, porque desde aquella vez lo pararon y le hicieron el test ese y le sacaron al licencia, él no había vuelto a tomar mientras manejaba. Así que si, efectivamente debió haber sido un sueño, una pesadilla.
¿Tanto odiaba a ese feto? ¿Tal desprecio sentía por él, que lo había soñado como una bestia feroz y alienígena? Reconoció por un momento que no era justo de su parte ser tan hosco con su propia descendencia, con su propia sangre, y en su rostro se delineó una leve sonrisa, mientras las cejas se distendían y relajaban en un gesto de ternura. Decidió dar una última caricia a esa pancita antes de entregarse a un sueño bien merecido.
Posó la mano sobre el vientre, y lo acarició con suavidad. Se exaltó levemente al sentir otra vez lo que parecía ser una patada. “Parece que esta noche vos tampoco podés dormir”, le susurró acercando su rostro a la panza de su mujer. Y ahí sintió una nueva patada. Y otra más, seguida de un breve repiqueteo intermitente, y antes de que pudiera mover su brazo, del centro de la barriga brotó una pequeña mano ensangrentada que lo tomó de la muñeca inmovilizándolo.
Sus ojos se abrieron de par en par, y aunque su boca se movía, no conseguía que la garganta emitiera sonido alguno.
Como una flor de cuatro pétalos, la redonda barriga de su mujer se abrió, inundando la frazada de sangre, tripas y demás fluídos. Entre tanto rojo, entre tanta asquerosidad, una criaturita de menos de medio metro de altura observaba al aterrado taxista con dos ojos encendidos en furia.
Inmediatamente le saltó a la cara, arrojando al pobre hombre fuera de la cama. Comenzó a clavarle esas uñitas tan tiernas en los párpados, tratando de sacarle los ojos. El hombre, con las dos manos empujaba al feto del torso, pero este estaba agarrado como una garrapata. Tanteó en el piso, buscando sus zapatos. Esos, los de punta de acero que usaba en la fábrica antes de que lo echaran.
El primer zapatazo sonó… digamos… húmedo. Al parecer la baba que bañaba al feto lo protegía de los golpes. Pero al tercer, al cuarto, al quinto impacto aflojó sus manitas y cayó al piso. El hombre se puso de pié, y alcanzó a ver con sus ojos bañados en sangre cómo la criatura se escurría debajo de la cama, como una cucaracha.
El cordón umbilical aún seguía aferrado al feto, con lo cual era fácil adivinar sus movimientos. Él tomó con ambas manos el extremo del cordón, y tirando como de una soga comenzó a forcejear para sacar a la luz a su contrincante. Pero el otro estaba agarrado fuerte a la cama, y se le resistía. En su esfuerzo, él se recostó en el piso, apoyó ambas piernas en el marco de la cama, y haciendo fuerza no ya con sus brazos, sino con todo su cuerpo, tiró hasta caer exhausto. Soltó, ya sin fuerzas el cordón, y pudo ver cómo este se hundía en las profundidades de la oscuridad.
Agotado, tumbado y sintiendo el frío de las baldosas en su espalda, se arrastró hasta su lecho, y con un último esfuerzo intentó elevar el torso para acostarse nuevamente. Pero al subir a la cama, notó que su contrincante ya estaba erguido sobre el colchón, tomando en cada manita un extremo del cordón umbilical, y dándole pequeños tirones, como comprobando la resistencia de la soga. Él se sentía demasiado extenuado como para poder reaccionar a tiempo, y es por esto que cuando el feto saltó hacia su cuello no llegó a esquivarlo.
Ahora el feto se movía por su cuerpo como un insecto, sujetándose del cuello del taxista con el cordón umbilical. Cuando logró ubicarse en la espalda de este, redobló sus fuerzas y comenzó a estrangular a su oponente. Él, en un acto reflejo llevó sus manos hacia su cuello, y trató de agarrar el cordón umbilical, pero estaba todo tan cubierto por fluidos, que sus dedos se resbalaban a medida que iban perdiendo fuerza por la sofocación. Sentía el corazón golpeando con fuerza dentro de su pecho, redoblando con más intensidad que nunca, como antecediendo el silencio absoluto. Sus ojos comenzaron a salirse de sus órbitas, y las pupilas subieron por el globo ocular hasta desaparecer totalmente.
Entre espasmos y sacudones, sintió que una mano cálida, delicada, femenina lo sacudía del hombro, y entre los llamados de una conocida voz, despertó de su sueño.
- Gordo, sacá el 405, que me parece que ya estamos listos.
Cuando abrió los ojos, vio a su mujer sentada contra la cabecera de la cama, sosteniendo su vientre con ambas manos. Se frotó los ojos con ambas manos, y se incorporó, cerciorándose de que no hubiera sangre, tripas o fluidos sobre el colchón. Ya seguro, se calzó las alpargatas, se puso los jeans, la camisa sucia, campera, y se preparó para salir de una pesadilla para entrar en otra.
El lugar esta a oscuras. La gente conversa sin mucha atención. Unos con otros. Los abrigos se sueltan de las sillas y se tiran en el piso, como las palabras. El suelo encerado los recibe, poco luminoso. Los mozos corren de aquí para allá levantando la voz con los pedidos que corren. El cocinero comprometido con el asunto, tira la cuchilla a toda marcha impactando contra la puerta de entrada a la cocina. La traspasa y el filo, inocentemente, puede vislumbrarse del otro lado....
Todos murmuran equivocándose. El cocinero apuntó fallando el tiro. También el mastodonte está en la cocina, acecha. Él no se queda atrás, porque no le teme como el resto que se atemoriza hasta con solo nombrarlo. El dueño dice que un día va a ver una catástrofe. Monstruosa. Una catástrofe de la San Puta, ¡Que ni te cuento!. La concurrencia prosigue en sus conversaciones. Los mozos gritan para no chocarse entre ellos o con las mesas o con la gente misma que a veces se levanta y ¡Oh sorpresa!, se los llevan puestos. El tema de los obstáculos es de gran importancia porque las mesas suelen salir al paso y con sus patas hacer que los hombres tropiecen, sin más, tocando el suelo con sus peras. Las mesas son terribles, tienen una forma concreta de pararse y tomar preponderancia sobre el resto de los concurrentes.
Sinceramente terribles.
Por el vidrio de la puerta que da al lugar donde los manjares se elaboran, puede verse a simple vista un hombre que lidia con algo. Pasa corriendo, pasa acechando, pasa con objeto en la mano....
Las conversaciones entretienen el ambiente que por lo oscuro se cierra en sí mismo. El exterior, la calle es ahí dentro. Cuando todo se apaga más, el último que se va es el cocinero, porque no entiende nada, porque habla rápido (cuando lo hace) porque es demasiado soberbio. Los clientes llegan y piden. Llegan y comen. Llegan y pagan. Luego salen rechonchitos por la puerta, a la Ciudad, a Rivadavia y Larrea. El hombre hace todo velozmente entre papelitos que le caen de diversas direcciones, sólo los lee e interpreta lo mejor que puede las demandas. Huevos fritos con papás, Milanesa con puré, arroz con pollo, ñoquis, guisito de mondongo, y la variedad más resuelta en las preparaciones mefistofélicas. Marchan los platos con sus aromas tan personales, arrastrando las manos del cocinero por donde quieran que vayan. No faltan nunca los pedidos cruzados de pescados, su especialidad, que suelen complicarlo con la entrega a tiempo y hacen que se retrase unos minutos. El dueño dice que un día la catástrofe iluminará el restaurante.
Siempre es el último en salir.
Sus compañeros le dirigen casi nada la palabra. Se rehúsan a aceptarlo como parte del cuerpo que compone la esencia del servicio. Él no les da importancia y solo, puede con todo. Se abraza con su sombra que es y no es cuando esta perdida en el vaho del vapor que emanan las ollas. Suele hablar a solas en los momentos de concentración cuando evoca sus pócimas increíbles. Es ciertisimo. Su arte culinario mantiene al cliente contento. Salvo una vez, memorable vez la noche en que al gordo Cachete casi le ensarta la cuchilla en la cabeza. El tema vino porque se olvidó de no ponerle sal a las papas, sí, simplemente por un tema de salario. El gordo personalmente le dijo:
- ¡Sí jefe!, deme papas sin sal- Entendible, fue eso lo único que se oyó. El hombrecito le tiró a Cachete la sal en los ojos y lo agarró del cuello metiendolo dentro de la cocina. El gordito empezó a gritar por el ardor, el cocinero lo cazó del pelo y con la cuchilla en la mano estaba por bajarle la caña pero el dueño se le tiró encima y lo sacaron.
“Felino maldito”, se escuchó mientras se alejaba.
Fue directo a la calle pero a la semana lo vuelven a buscar porque así lo querían los clientes.
Es único.
El tiempo le da la comprensión de algunos verbos y todo comienza a aclararse en su estómago de sensaciones. Los sonidos ya no son feroces bramidos o de nervios un manojo, sino que tienen un existente sentido de las cosas. Él esta contento por todo esto. Lo único que siempre lo llega a molestar es el mastodonte rumiante. Por eso tiene el hacha de mano siempre al alcance de su derecha, mano hábil en la cacería que le recuerda la juventud en otras tierras. Y él salía enfurecido al monte para demostrar lo macho que era. El predominio que podía ejercer sobre los demás de la aldea. Cazaba de todo. Aquello que pasara por sus ojos tenía los minutos contados. Ratas, conejos, perros, caballos y jabalís. Aves, las que existieran. Al salir, los animales podían sentir el clamor de su respiración que se agigantaba en el aire, recorriendo cada centímetro del espacio. Enmudecían los insectos y los monos se subían a las copas más altas de los árboles para vistos no ser. En su pueblo, Kang Xian, los hombres y las mujeres sentían un osado respeto por él. Todo cambió cuando el único río se seco. Las cosechas comenzaron a perderse, los jóvenes a irse y eso a él le dolió muy profundamente. Los animales huían hacia otras tierras y era lógico. Él también tuvo que hacerlo aunque le doliese y tuviese que imitar la forma de los cobardes y débiles. Entonces, allí esta, cortando con velocidad extrema la carne, esperando al mastodonte que muestre siquiera las orejas para ensartarlo. Quiere comérselo. El dueño del restaurante dice que se quede tranquilo y cada tanto lo pispea con cierto temor.
La noche juega con las almas
Son más de las dos de la madrugada. Ya no queda nadie. Todos han partido a sus hogares. Contentos. Salvo que él no piensa mucho en eso. Hoy decidido está, ha permanecer dos horas expectante, como un susurrito que de a poco va agrandándose hasta ser un grito adulto. Ve que la puerta y la ventana de la cocina se abren, cierran, abren y cierran. Es por el viento. Vislumbra como entre la apertura y el cierre ambas intentan alcanzarse, como si pretendieran besarse a la luz de sus ojos. Extienden sus extremidades a más no poder, como dos hojas perdidas que se pretenden en un vuelo otoñal. Frota su cara para no dormirse, agazapado espera tras la heladera, después cansado va detrás del horno que aún está caliente y el cual desprende un aroma especial. La nariz cargada de este aroma parece flotar junto a los pollos que día y noche allí son asados. Como una nube espesa se levantan, como fantasmas extraños, sin piel, sin cabeza, corren ciegamente en el aire rarificado. Entonces el brillo de algo diluye la imagen. Algo gigántico que viene lento casi sin moverse, en un movimiento denso. El cocinero toma el hacha y asegura que la cuchilla este en su lugar, en caso de ser el hacha inútil. No ha preparado trampa ni nada por el estilo, esta vez es especial. La lamparita que pende de un cable fino, se mueve de un lado al otro y embruja el alma de la bestia que alza la cabeza, el cocinero la secunda y mira arriba. La lamparita ahora gira, da una vueltita circular muy pequeña. La bestia sigue el juego que hace la bombita y gira, el cocinero vuelve a imitar. Tal vez no sabe por que lo hace, pero no quiere ser rígido con la lamparita que danza sensualmente. Todos la miran. La puerta abandona a la ventana y también se prende en la óptica al igual que los pollos sin cabeza y el horno. Ahora todos giran en la observancia fija de la móvil entidad. Baja la cabeza y el mastodonte feliníaco a escapado.
Suelta el hacha.
Cuando logra dormirse, ya es de día. Sólo dos horas y es devuelto por la cama a su rutina. Al entrar al restaurante el dueño lo mira y murmura que un día la joda va ser grande, y no hay vuelta atrás. “No hay tu tía”... Hoy está tan seguro, hoy va a cazarlo. Hoy se levantó con la sangre en su ojito rasgado y las manos le tiemblan de la emoción. Sabe que la bestia sabe que ambos saben cual es el final. Más rápido que nunca marchan los pedidos aunque a ratos los ojos se le cierran y los mozos lo despiertan, él da un saltito y sigue la cebolla pelando, y aunque a ella le gusta verlo llorar, esta vez no le da el gusto, ella lo mira y le sonríe pero a él no le importa y la ensarta al medio mientras observa la expansión del ácido que despide la feroz verdura. Los manjares caminan tan como siempre. Detenido, mirando como mastican los clientes. Algunos apurados, más lento otros que intercalan con charla, el mastique. Los hay aquellos a los que la comida le supura por la boca y bañan absolutamente todo lo que los rodea. Los trozos de comida disparados por la mesa van sorteando los diversos caminos que deben tomar. Escogen el plato vecino o los vasos y a veces, las camisas que están arremangadas. Al cocinero le produce risa la situación.
Vuelve la noche.
Piensa. Piensa. Los ojos se le caen producto inevitable del sueño que luego se va volando ni bien se despabila un poco. Esta esperando, ahora, que llegó la nocturnidad y puede sentir ese aroma feliníaco tan cerca de la nariz. Esta sentado sobre la mesada, fría, mesada de mármol que le congela la carne. Mueve las piernas hacía delante y atrás como distraído. Las piernas moviéndose solas, separadas del cuerpo, mientras van chocándose con las puertitas de la mesada y pierden impulso. Parece que se duerme pero amaga y amaga esquivando la mano tentadora. El aromita felinesco viene cantando con un susurro llamativo que lo embebe. La lamparita comienza su intermitencia. Prende y apaga, prende. Finalmente puede divisar a lo lejos la figura de la bestia. Las dimensiones extrainimaginables descubren el asombro, “¡La pucha!” hubiese dicho el dueño del restaurante, y seguro habría seguido con “¡Que quilombo!”. Tamaña mole levanta las sombras de los artefactos que escuchan atemorizados los pasos. Sus patas van traccionando contra el piso y las pezuñas terribles retumban en ecos. La respiración de la bestia felimastodontica es agitada, pesada. Él no hace más que mirar las sombras que van y vienen con la lamparita, sólo empuña su grandiosa hacha de mano y espera sentadito. Parece como si dijera “Vení, vení que te hago cagar”, pero sin decirlo prefiere la mudez y no gritar para que no se le vaya, sino corre y huye a su guarida desconocida. Ahí cercando el espacio, lenta y taciturna, pecaminosa y concreta como el arroz con hígado. Están frente a frente, casi los bigotes le acarician la cara. Ni se mueve para no espantarla porque siempre es así, la tiene, la tiene y se escapa. Es realmente colosal mientras danza con su cola una rara melodía. La melodía de la venganza. Abre la boca, en eso se le ocurren todas las travesías que debió pasar por ella, la cantidad de asesinatos que podría haber cometido por su culpa. En fin. Abre más la boca. Extensamente abierta. Los dientes afilados desfilan ante sus ojos y no puede dejar de pensar que es la bestia felimastodontica más grande que vio en su vida de cazador. Que sería un premio perfecto y haría un collar con aquellos dientes, un hermoso collar que todos los días limpiaría con dentífrico y guardaría en una cajita de madera de bambú.
Siempre se cierra la boca.
Un pinchazo le invade la espalda. Adentrado en su carne, cuando lo siente, su visión periférica observa que la lamparita sigue produciendo su intermitencia. El instinto de cazador lleva el hachita de mano al vientre de la bestiota. Un quejidito termina por cerrar las fauces. Ambos se quedan allí. El pobre cocinero empuja, empuja con ganas. La lamparita sigue reproduciendo su letal intermitencia sin explotar ni quemarse. Prende y apaga.
Prende.
ALTA MAREA
de Alejandro Spiner
Los dos
Sueñan un mar enorme
Que los aleje de esta ciudad enferma
Los dos
Enferman la enormidad
Que los acerca a esta ciudad mareada
Contaminados
Están
Ambos
Años ha:
Aún hoy sigue habiendo
Puros No muy girondianos
Pero yo:
G) ¿Y si no tienen nada que decir?
H) ¿Y si tienen mucho que decir?
K) Me encanta el rosa
L) Mi novia lo odia
J) Nenas con nenes
I) Viceversa
J2) Lesbianismo al poder
I2) Cada uno hace de su culo un florero
X) Que soy un ridículo
W) ¿Qué es ser ridículo?
E) Me siento cómodo así
M) y N) Dependen de los juegos
P) Los locos dicen la verdad
Q) Entonces soy un chimpancé
O) ¿Qué?
Y) Sangre, tetas… tarde
R) Para eso también es tarde
S) Mi novia me lleva 20 pirulos
T) Y está nadando en guita
U) y V) Tengo 30 y vivo con mis viejos. Y no me importa.
El encuentro con Fernández no careció de los síntomas usuales: mientras ella gritaba, yo más le apretaba el cuello; mientras ella pataleaba, yo más le pegaba en las costillas; mientras ella lloraba, yo sonreía; mientras ella moría, yo vivía.
A las dos semanas arribo. Toco a la puerta tres veces, como siempre. Sin esperar respuesta entro. Me sitúo a centímetros de la orilla del escritorio; me dice: ¿Chilló la puta, no? Bien hecho, bien hecho. Ahora te tengo otro trabajo: esta se llama Teresa Giardinni. Es de Flores. Tomá el teléfono. Lo de siempre, nada en especial... disculpá, ¿querés un café? Me olvidé de ofrecerte. Realizo un vaivén con la cabeza, niego su invitación. Hoy viste una combinación señorial: tonalidades del marrón. Demasiada clase. Los labios, finos y cuidados, escoltan, como siempre, la excelencia de su vestir. Me quedo mirando hacia el vacío, calculo mentalmente la distancia desde este piso decimotercero hasta la rompiente del río. Me habla nuevamente: tomá, lo que pactamos... ¿no aumentaste, no? Bueno, podés irte. Cualquier otra cosa, te llamo. Deja el sobre encima del mueble, me acerco, prosigue: esperá, ¿no querés probarme hoy? A ver, desnudate. Mientras dicta pasa de forma sutil su dedo índice izquierdo por los contornos de su torso, estacionándolo finalmente en su cintura, apretando fuertemente la zona. Miro mi reloj pulsera, bajo la cabeza y le digo que hoy no, que no tengo tiempo. Nos reímos. Acto seguido verifico que mi pelo en forma de cola de caballo esté bien amarrado y tomo el paquete. Me retiro.
El encuentro con Giardinni no careció de los síntomas usuales: mientras ella trastabillaba, yo más la empujaba; mientras ella se caía al piso, yo tomaba más fuerzas; mientras ella lloraba, yo sonreía; mientras ella moría, yo vivía.
A la semana arribo. Toco a la puerta tres veces, como siempre. Sin esperar respuesta entro. Me sitúo a centímetros de la orilla del escritorio; me dice: ¿Gritó la yegua, no? Bien hecho, bien hecho. Ahora te tengo otra tarea: esta se llama Mariana Salsi. Es de Floresta. Tomá el teléfono. Lo de siempre, nada en especial... mirá, ¿querés un café? Se me pasó la invitación. Niego su ofrecimiento con un movimiento de cabeza. Hoy su ropa combina maravillosamente: tonalidades de grises. Demasiada clase. Los dientes, perfectamente pulcros, custodian, como siempre, la gallardía de su vestir. Me quedo mirando hacia el vacío, intento dibujar mentalmente una línea diagonal perfecta desde mi espacio hasta el comienzo del muelle. Me dice mientras tanto: tomá, lo que pactamos... ¿no habrás encarecido, no? Bueno, podés irte. Cualquier otra labor me comunico. Deja el sobre sobre del mueble, me acerco, prosigue: esperá, ¿no querés probarme hoy? A ver, desnudate. Mientras habla se me acerca, posando sus ojos directamente en los míos. Miro el reloj, me acerco y le toco de manera sutil sus bigotes, tan bien moldeados. Lo beso. Mientras me quito la ropa, cierra las persianas de la oficina. Toca mis muslos, toco sus partes. Me dice: apoyate contra la biblioteca, queridita. Realizo el movimiento y mientras baja sus pantalones le propino una patada en los genitales que no llega a arrancarle un gemido, ya que le tapo la boca rápidamente con una prenda cercana. Velozmente tomo mi arma, silenciador incluido, y le propino tres balazos, uno por cada pierna y el último en la frente. Me dijo queridita. Acto seguido verifico que mi pelo en forma de cola de caballo esté bien amarrado y tomo el paquete. Me retiro. La cosa continuaba cada día, se renovaba momento a momento. El enemigo era inabarcable e incansable en su constante tarea. “Ataca por todos lados” le explicaba él a ella mientras la miraba desde abajo pronunciando las palabras en un tono muy suave pero no menos rabioso. A veces, cuando más victorioso se sentía, era capaz de amontonar las extremidades de sus enemigos en clases diversas. Eso sucedía, cuando arrasaba y en pie no quedaban más que cuerpos desmembrados. Y esa si que era una tarea engorrosa, levantar los fragmentos de los cuerpos inertes que se regaban por doquier. Si pasaba eso, ella al entrar veía un espeso liquido blanco que se desparramaba por el suelo y a él, cubierto de este liquido. Una capa de humo se levantaba en el comedor y nublaba la vista. Ella preguntaba por qué pasaba esto y él contestaba que eran las almas muertas recientemente del enemigo. A la mujer no le parecía agradable la idea y comenzaba rápidamente a rociar con aromas en aerosol, previamente se persignaba y luego rezaba algunos padrenuestros en voz alta. Se movía rápido para que el olor hediondo no se le pegara al cuerpo. En esos momentos veía al hombre completamente ensoñado en su tarea, con las finas y saladas gotas de sudor que le chorreaban y no entendía como las paredes podían seguir así, manchadas de humedad.
Al principio, dicha conducta le produjo cierta asquerosidad pero con el tiempo, fue acostumbrándose, mientras tanto la humedad oscurecía las paredes con un color gris tempestuoso. Algunas manchas predominaban con fuerza superponiéndose un color más negruzco que el gris habitual y eso a ella le parecía tan cansador como lo era para él la batalla. Muchas veces lo encontraba dormido entre los caídos y el hedor nauseabundo que los envolvía terminaba mareándola. No se agotaba de todo aquello y nadie sabía por qué. Tampoco había una explicación lógica. Cuando comenzó toda aquella lucha, ella vio un destello que en el rostro de él brillaba, lentamente. El brillo de sus ojos no era el mismo sino que ahora lo que fulguraba era otro tipo de luz, con colores más mortecinos y que parecían transmitir algún mal. Primero, fueron unos alpargatazos bien dados en la pieza donde dormían y luego, las rondas nocturnas en el comedor, que era donde se concentraba el enemigo, hasta que finalmente, la completa sumisión a la causa. Día y noche expectante, entre la mesa y las sillas y la heladera. Aguardando el cuchicheo del enemigo en el cercano horizonte.
Llegaba del trabajo, exhausta, pero un cerco de distintos aromas golpeaba su percepción: El olor de los cuerpos pútridos que añejaban, porque no eran eliminados de lo que se asemejaba a un campo de batalla, el olor que procedía de la humanidad del hombre y finalmente, podía distinguir la fragancia que ellos mismos producían en una comunión horrenda. Dicho perfume se impregnaba en todas las cosa que habitaban el lugar y era imposible quitarles tal pestilencia. La mujer solía tropezar con los cuerpos y en ese instante era devuelta a la realidad. Él la miraba con un gesto de desaprobación y enojo pero ella seguía de largo, rumbo a la cocina. Muchas veces intentaba reanimarlo a que deje aquel juego inútil, pero nada conseguía de ello.
Las facciones le habían cambiado completamente de un día para otro. Su pelo ahora poseía una rigidez admirable y su cara estaba ensombrecida, aunque en ciertos claros de su cuerpo, se notaba lo blanco de la piel. Cuando la mujer cocinaba, debido al hedor y el ámbito de muerte que diezmaba gran parte de la casa, debía comer en la pieza, que era uno de los lugares menos infectos. Sentada en la cama, comía sin apuros ni atropellos mientras contemplaba los colores del jarrón que estaba sobre la mesita de luz. Un jarrón ribeteado con colores rojizos, que dejaba ver la superficie labrada con unas pequeñas iniciales, en medio del mismo. Su madre lo había obsequiado el día de casamiento y desde entonces, había permanecido en el mismo lugar. Una patina de polvo distinguió, en la lejanía. No tenía flores hacía un tiempo, y esto le produjo una sensación helada que transitó por su espalada. La reliquia, recibía la luz que llegaba desde una lámpara de la calle y atravesaba la ventana. La sombra que formaba el jarrón, de pronto, la sorprendió, se dio cuenta que no era más que una figura, pero una efigie monstruosa que tomaba la forma de una araña. Algo de miedo se apoderó de ella aunque luego deshizo la imagen con otras alucinaciones que decidió forjar y quiso ver un conejo o una paloma o un niño jugando en las costas de una playa de aguas claras.
Dormida olvidó acabar su plato.
Los fideos quedaron por la mitad. La salsa estaba fría y cuando los tocó, palpó la dureza de las pastas que se le pegaban. La luz estaba prendida y en la casa no había ruidos. La puerta seguía cerrada y al parecer todo seguía el curso habitual y acostumbrado. “No todas las mujeres deben pasar por esto, pero me he acostumbrado tan rápido”. Sin embargo, el silencio de la casa era un poco extraño. Como un grito que se hace esperar o la bestia que escondida aguarda, expectante y nosotros sabedores de esa espera, sabemos hacia donde vamos. La casa silenciosa
no decía nada
ni rugía como de costumbre
ni hablaba suspirando con los golpes
alocados de los alpargatazos o martillazos...
Un tic tac tic tac tic tac se alcanzaba a escuchar en la lejanía de los rumores. Tejiéndose en las maderas que crujían o las ollas que aún zumbaban, podía oírse el sonido del reloj. Decidió moverse y fue tímidamente avanzando hacia el comedor y cuando abrió la puerta pudo ver que el hombre yacía arrodillado en el piso, como de costumbre, moviendo los dedos ligeramente (y eso lo supuso pues desde su posición no podía verlo) como si estuviese calculando. Él notó su presencia porque de golpe, detuvo el movimiento.
Gritó enfurecido. Cuando se dio vuelta la mujer asustada echó un aullido, ya que el rostro del hombre estaba muy perturbado. Los ojos desorbitados y las manos temblorosas. Ella pensó en un instante que quizá se estaría transformando en algún insecto, como el de esa historia famosa, pero se alejó de esa idea, al ver que él volvió a girar su rostro para seguir en la extraña postura.
Gritaba más enfurecido mientras escudriñaba un cuerpecito que parecía deshacerse entre sus manos. Lo examinaba con atención y cuando la mujer se acercó pudo ver como los dedos se impregnaban de ese liquido blanco de color espeso. El enemigo estaba en su poder y a simple vista, dominado. Los montículos extendidos a lo largo del comedor daban una imagen temible a la situación. En algunos sitios se podía vislumbrar los exabruptos del suelo y eran aquellos lugares donde había hecho los pozos, para enterrar los cadáveres.
La mujer volvió a la cama y no volvió a escuchar ruidos.
Dos días después casi era imposible entrar a la casa. Los montículos eran grandes montaña. El color negro del enemigo había transformado el ambiente en un sepulcro. Las fragancias se habían vuelto insoportables hasta quemar cuando entraban por las fosas nasales. El color de las paredes se había vuelto negro. La mesa ya no estaba ni ningún otro objeto que entorpeciera el despliegue del hombre, en cada ataque, y esto asustó a la mujer que creyó conveniente hacer algo al respecto ya que en unos días más, de seguir así la cuestión, se quedarían sin casa. Los cuerpos parecían flotar en el aire y ningún viento corría en el yermo del comedor. En eso escuchó una cifra descomunal de la boca del hombre, ¡los enemigos muertos ascendían a dieciocho mil novecientos treinta y dos! El hombre saltaba alocadamente y canturreaba una cancioncilla, muy bajito. Comenzó a hacer un pozo y aunque ya no quedaba mucho espacio para hacer más pozos, y él lo notó, utilizó el inodoro para deshacerse de los enemigos. Él entendió que cuando este quedase tapado, no quedaría más opción, que utilizar el espacio terrestre del baño, que prontamente se acabaría, también. La mujer, en los momentos que necesitaba hacer sus necesidades, utilizaba una olla vieja y oxidada, que había sido de su abuela paterna. La olla de los fideos. Estaba un poco confundida al tener que usar esta nueva forma de baño, pero seguro se acostumbraría como se había acostumbrado al hombre, al trabajo y a que el sol ilumine hasta casi las diez de la noche.
Mientras se estaba desvistiendo, al quitar su blusa pudo distinguir que su cuerpo se encontraba pálido. Era blanca como la leche, de un color blanco muy profundo, casi del color de la nieve. Sus pechos apenas rozados se erizaron y intimidada se los tapo con las manos como si alguien la estuviera viendo. Al fin y al cabo, tenía sólo unos treinta y tres años. Al sacarse la pollera contempló sus piernas firmes, también blancas como la nieve. La delgadez de sus manos y sus brazos se había acrecentado con el tiempo y sintió pena, aunque estaba bien. Todo estaba bien, muy bien. El silencio de la casa se interrumpía por algunos golpes secos “Esta rematando” pensó. Sentía hambre. Recostó su cabeza en la cama, desnuda, recogida en su propio lomo, esperando que el tibio sol de la noche se fuera yendo. Por la ventana, comenzaba a entrar la luz de la lámpara de la calle, que iluminaba el jarrón. Allí vio la sombra y volvió a asustarse como una niña. La piel se le erizó, el cuello se tensionó como si algo estuviera tomándola, en la espalda los músculos erectos marcaban el camino de su cuerpo joven. Luego imaginó figuras distintas y logró serenidad. Cuando los ojos caían vencidos por el sueño, un nuevo golpe cortaba aquel estado y recordaba que él, debería estar rematando.
El sol estaba muriéndose esa noche y ella sobresaltada despertó. Escuchó algunos chillidos y un zumbido profundo. Su almohada temblaba y creyó estar soñando. Levantó la cabeza y escuchó nuevamente los chillidos in crescendo. Cuando corrió a abrir la puerta del cuarto, enmudeció por completo. Lo que estaba observando no podía ser transmitido por la voz ni ningún otro medio, sintió terror pero no podía moverse. Las piernas desnudas se le congelaron y el cuerpo entero era producto de una electricidad descontrolada. El hombre estaba en medio del comedor, parado, con un martillo en una mano y en la otra, una zapatilla vieja, que era con la que acostumbraba a matar a los enemigos. Sus ropas estaban rasgadas y envejecidas y su pelo poseía restos de cuerpos, por todas partes. El olor del lugar le ató la garganta a la mujer, que luego comenzó a vomitar y a retorcerse. Cayó arrodillada pero él, estaba inmutable ante tamaña mole. El enemigo era, verdaderamente, inimaginable. Sus chillidos ensordecían el universo del hombre y la mujer, que ahora lloraba y era incapaz de moverse. Las montañas comenzaron a caerse y una de estas la cubrió por completo a la mujer. Los gritos se escucharon un rato pero su desnudez quedó enterrada entre los cuerpos descompuestos. El temblor convergía en la misma línea de los gritos horrísonos, y el lugar era un infierno. Las paredes ahora, del color más negro, profundo, el color del enemigo infatigable y eterno. Cuando iniciaron la marcha, el hombre dio unos pasos hacia atrás pero no iba a retroceder mucho más. La pala cayó, entonces él, soltó la zapatilla y tomó esta herramienta, ya que la situación lo ameritaba. Nunca el enemigo había presentado semejante alineación y un ejercito tan variado. Tenían soldados aéreos y terrestres. Vio como se desplegaban por el comedor, que a esa altura era una ciénaga horrenda, un campo de la muerte. Debajo, el suelo comenzó a convulsionarse en un estremecimiento que alteró al hombre. El agua brotó de entre sus pies, pero no era agua común, sino agua de dos tintes; uno negro y otro blancuzco y espumoso. Traía a flote los cuerpos que él había eliminado, y entre sus dedos vio como las extremidades flotaban y se pegaban a su carne. El piso se levantó finalmente, y el hombre cayó, en medio del agua y los cadáveres que pululaban, ahora el enemigo se levantaba también desde el reino marítimo. Él intenta recomponerse pero resbaló, dando un par de veces en el agua. Perdió el martillo y la pala que parecen sumergidos en el agua. El espacio que le quedaba era cada vez menor. Avanzaban hacia él, que era el único culpable de todo aquello. Al dar su espalda contra la pared, sintió como esta crujía, se movió unos pasos y casi frente a frente comenzó a lanzar sus brazos al aire intentando quitarse de encima al enemigo, pero era imposible. Primero flaquearon sus piernas que prontamente empezaron a flaquear y pudo divisar el mar negro que lo esperaba. Al caer de rodillas, tomaron sus brazos y continuaron diezmándolo y entendió que querían apoderarse de él, tenerlo en cautiverio. Idea que desecho cuando sintió un dolor agudo, como millones de agujas clavadas en su cabeza. La sangre bañaba el rostro y ya no movía los brazos. El dolor se extendió hacia el resto del cuerpo que también supuraba por todas partes. Al cabo de unos instantes, había desaparecido. El único registro de su existencia era la mismísima sangre, que se fue diluyendo en el agua corrompida, hasta perderse en la inmensa y extenuante oscuridad.
Ella despertó con los débiles rayos de luz mortecina que producían algo de calor. Su desnudez estaba manchada y vio los cadáveres que se mezclaban con sus crines. El agua brotaba en pequeños hilos desde el suelo y las paredes estaban completamente corroídas aunque un poco de claridad las alcanzaba. Una sensación que no sabía describir la alcanzó.
Él no estaba y pensó que ya se acostumbraría a eso, como se había acostumbrado al resto de las cosas.