PRÓXIMA FUNCIÓN

¡Cruce en Cuarentena!


Por razones de conocimiento público, la escuela a la que íbamos a asistir ha cerrado sus puertas.

Por lo tanto la función queda suspendida... así que quédense en sus casas, abríguense, y tengan miedo a la gripe A, que es lo que está de moda.

lunes, 27 de abril de 2009

Trabajo leído el 24/4

de Juan Manuel Avila

Dicen las viejas (esas viejas que siempre andan diciendo cosas por ahí), que Horacio Peralta ya no va más a visitar a Rosita Fernández como solía hacerlo. Algunas de las viejas dicen que es porque la engaña con otra. Otras dicen que es porque Rosita está sospechosamente más rellenita que antes. Otras, como nunca pueden faltar, dicen que es cosa de Mandiga. Pero lo cierto es que Horacio Peralta un día dejó de trepar la puerta cancel de la casa de los Fernández, dejó de saludar a don Gregorio Fernández en el cambio de turno de la fábrica, y hasta dejó de sacar a bailar a Rosita en las milongas del barrio, a las cuales ella dejó de asistir, en lo que sería el comienzo de su repentina desaparición de todos los círculos sociales que solía frecuentar. Dicen las viejas, y algunas afirman que ya lo sospechaban desde hacía rato, que en las pocas ocasiones en las que ven a Rosita Fernández volviendo apurada de la panadería, la notan cada vez más rellenita, con una panza que acusa pecado.

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Dicen las viejas que el varoncito es una preciosura. Lástima que sea guachito. Es calladito, medio bobo tal vez, pero buenito. La otra vez le hizo un mandado al viejo Gutiérrez y le pagó con un martillo viejo que un albañil se había dejado olvidado en su casa el día en que se cansó de que el viejo lo bicicleteara con el pago de una medianera. Y ahí anda, martillo en mano, jugando a que arma cosas, con las maderitas que consigue robarle a los cajones de verduleros, que contentas lo acompañan en sus aventuras con tal de huir de su destino de fuego para el asado.

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Dicen las viejas que el carpintero Fernández trabaja que es una pinturita. Hombre joven, de robustas manos, moldea la madera como si fuera arcilla: chiffonnier, ropero, mesa ratona... ningún mueble oculta sus encantos al martillo de albañil que empuña Fernández, el carpintero del barrio. Pelean entre sí las viejas, por ver a cuál de sus hijas le va a hacer la corte el orgullo artesanal del barrio. Pero mientras ellas discuten frivolidades, la mano del carpintero no ceja, y avanza entre mares de astillas, abriendo surcos en caminos de algarrobo, con una determinación obrera más fuerte que el quebracho.

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Dicen las viejas que el carpintero Fernández ya no es lo que supo ser en su juventud. Viejo, encorvado, con las manos ásperas y los pulmones astillados de tanto aspirar aserrín, don Fernández ya es solo una sobra que esquiva el brillo de la alegría barrial. Algunos dicen que su luz se terminó de apagar hace unos años, cuando tuvo que cerrar el taller por falta de clientela, que ahora prefería el mueble prefabricado a la artesanía del viejo. Su mujer ya no está entre nosotros, y de sus dos hijos, uno le salió chorro, y el otro peor aún: un empresario que dejó al viejo tirado entre tablones para que se muera de cáncer o tristeza, lo que primero le llegue al cuerpo. Las viejas hablan y hablan, pero muy de vez en cuándo se detienen al escuchar un golpeteo lento y débil, proveniente del fondo de la calle donde don Fernández tiene su viejo taller despintado. "¿Qué estará haciendo ahora don Fernández?", pregunta una. "Cosa de viejos querida, cosa de viejos", le contesta su comadre.

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Dicen las viejas que a don Fernández lo velaron ahí mismo, en el taller que está al fondo de la calle. Llegó un patrullero del que bajó un custodio acompañando al hijo mayor, y un Mercedes del que bajó el hijo menor, de traje y anteojos negros junto a su mujer toda de luto. A los nietos los deben haber dejado en su casa, si total, al abuelo ni lo conocían. Después de un rato salieron todos del taller, los dos hijos, la yerna y el custodio, cada uno agarrando una manija de un ataúd precioso, tallado con la pericia y destreza que solo podía venir de las manos de don Fernandez. Entre todos lo subieron a un coche fúnebre, y salieron en caravana para el cementerio. La ceremonia del entierro duró poco y nada. Un par de palabritas del cura, saludos obligados de los hijos, y ahí nomás mandaron el cajón para el pozo. Dicen las viejas que el sepulturero, hombre honorable cuya reputación como saqueador de tumbas es reconocida y respetada por todo el barrio volvió un poco decepcionado en la casa. Viendo semejante ataúd, lleno de arabescos y firuletes, el pobre hombre no podía imaginarse menos que a un faraón ahí metido, durmiendo entre oro, joyas y finas sedas. Pero al viejo lo habían enterrado con los pocos trapitos sanos que tenía, y la única pertenencia que se había llevado a su tumba era un martillo viejo que un albañil se había dejado olvidado aquel día en que se cansó de que el viejo Gutiérrez lo bicicleteara con el pago de una medianera.

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